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Este es un humilde sitio donde podré difundir también mis escritos. Volcaré semanalmente algunos de mis cuentos editados e inéditos para que la gente pueda disfrutarlos.



Espero les agrade.








domingo, 24 de junio de 2012

La mentira sin patas


Los Lunes, la escuela primaria, la maestra, el guardapolvo blanco, los compañeros, el patio grande, José María Moreno, el pizarrón, las tizas, los pupitres. La monotonía del primer día escolar de la semana era clásica dentro de mi infancia estudiantil. El hecho de concurrir a una escuela pública, en un barrio típico como Caballito, hacía que el nivel social de la comunidad educativa sea de clase media, y este estamento y el fútbol se llevaron de la mano siempre.
Pero era muy particular la relación con mi viejo, él desde muy chiquito, cada Domingo, me llevó a la cancha a ver a mi querido Racing y con esa costumbre natural, las anécdotas se acumulaban, dando lugar a las preguntas de mis compañeros de escuela. Nunca supe porque teniendo compañeros varones tan futboleros, iban tan poco a la cancha. El barrio de Caballito, en aquella época era un lugar preponderantemente “cuervo”, seguramente por la cercanía al Gasómetro; y teniendo en cuenta la poca inmigración y emigración barrial, las generaciones mantenían las costumbres futboleras. Por eso, cada Domingo, mis abuelos venían a mi casa tempranito con facturas de la Roma, jugábamos con mi abuelo al ajedrez y al mediodía degustábamos las pastas de mi vieja. Después de almorzar, llegaba mi tío, tomábamos un café con coñac “Tres Plumas” y partíamos a la cancha. Era todo un ritual, un ritual hermoso e ineludible de cada Domingo,
Justamente al Gasómetro, concurríamos una vez al año, mi abuelo, mi tío, mi viejo y yo. Mientras viví en Av. La Plata y Directorio, íbamos caminando, mezclados entre los cuervos y a la altura de Garay, doblábamos rumbo a la tribuna visitante. El Gasómetro era pintoresco y tenía las columnas de iluminación reticuladas dentro del rectángulo propiamente dicho de la cancha y los cables cruzaban de lado a lado por el aire. Tenía pasillos anchos  y delante de la tribuna, pegada al alambrado, había una plateíta a lo ancho de la cancha. La popular visitante tenía una entrada que con una publicidad de Fernet Branca, ese era nuestro lugar en el estadio. Allí colocábamos una bandera que cubría gran parte de la publicidad. Eran épocas de ver tercera, reserva y primera, de lleno total, de alternar ganar y perder.
Por esa lealtad al fútbol, cada Lunes cuando llegaba al Schettino, el colegio primario, mis compañeros esperaban mis anécdotas y a nadie se le ocurría preguntarme: ¿Fuiste?
Nadie lo preguntaba, porque sabían la respuesta y yo me jactaba de esa situación. Porque cada vez que iba al Gasómetro a ver Racing, mis compañeros veían mi bandera y sabían que yo estaba presente. Por eso aquel Domingo, que con fiebre, tuve que quedarme en cama, por explícito pedido de mi vieja, lloré viendo como el resto de los hombres partía a ver el clásico. Antes se escuchaba por la radio, y si era un clásico, lo transmitía el Gordo Muñoz y por allí lo escuché junto a mi vieja.
El Lunes cuando llegué a la escuela, todavía con las secuelas de la fiebre dominical, los compañeros de siempre comenzaron la ronda de preguntas y yo con mi mejor cara, armé un partido imaginario y comenté uno a uno los pormenores del clásico. Nadie me refutaba nada, todo sabían que por mi naturaleza futbolera había concurrido al Gasómetro. Hasta que llegó el momento fatal. La maestra, cosa que yo no sabía, estaba casada con un fanático hincha de San Lorenzo. Delante de todos mis compañeros, la señorita Talía me preguntó:
-      - ¿Orlando, fue a la cancha ayer?
-       - Siempre va a la cancha señorita. Contestó un compañero-
-       - No le pregunté a usted Otero, se lo estoy preguntando a Orlando.
Me puse muy colorado, muy nervioso.
-       - ¿Me escucha Orlando?
-       - Si señorita, la escucho
-      -  ¿Fue a la cancha?
-       - Sí señorita, fui. ¿Por qué me lo pregunta?
-       - ¿Está seguro que fue?
Mis colores iban en aumento y creo que la fiebre había empezado a subir otra vez.
-       - Sí señorita
-       - Me parece que está mintiendo Orlando y usted no fue a la cancha
-       - ¿Y usted cómo sabe eso señorita? Dije tartamudeando
-      -  Le digo que usted no fue Orlando, porque no estaba la bandera en la entrada de la tribuna visitante…
El silencio se apoderó del aula, un halo de desilusión se apoderó de mis compañeros y una gran dosis de vergüenza se apropió de mi ser. Yo, el gran seguidor, el fiel racinguista que seguía al equipo por todo el país, había faltado a un clásico. De nada sirvió la excusa de la fiebre, porque jamás la di a conocer; es más, era solamente un detalle ante la falta de la bandera  tapando el cartel de Fernet Branca, con la cual hubiese dicho presente una vez más.
Un pequeño detalle que hizo que la mentira esta vez no tenga ni patas.

Eduardo J. Quintana

viernes, 15 de junio de 2012

¡A la final...!


Dedicado a Nito
A veces me pongo a pensar, en las vueltas que tiene la vida y llego a la conclusión, que los momentos hay que vivirlos. Vivirlos en presente, sin pensar en el futuro.
Y no es que no tenga esperanzas, al contrario; pero los golpes de la vida, me han signado estas pautas de pensamiento.
Cada vez que me reuno con mis amigos, me doy cuenta de lo importante que fue aquel día, en cancha de Platense. Fue, driría, una bisagra en mi vida y también en la de mis propios amigos.
¿Por qué los incluyo? Porque en cada reunión realizada en casa de cualquiera de los cuatro o en otro lugar, y por el mero hecho de juntarnos, daba motivo para que cuente aquella desventura amorosa.
Como pasó el otro día en lo de Tito, otra vez la historia contada desde mi boca. Esa desventura que me marcó para siempre.
Tanto el Tito, como Roby y Nano, sabían que yo era un ganador nato con las mujeres y que representaba el símbolo del galán. Pero aquella tarde en cancha de Platense, todo se dio vuelta; al punto de replantearme seriamente mi vida amorosa.
Ella se llamaba Martha, Martha con hache. Por supuesto para todo mi entorno era “La Martha”. Una rubia inmortal y celestial de rizos ensortijados a media espalda, ojos brillantes verdes mar y un ir y venir verdaderamente descomunal.
Con “La Martha” todo empezó como una aventura, una hermosa aventura que duró exactamente un año. Doce meses a full, completamente enamorados.
Por lo menos de mi parte, enamorado como nunca lo había estado.
Pero ese amor tenía como contrapartida muchas cosas. La primera y fundamental, una norma en mi vida, era que “La Martha” no me impedía cumplir con un ritual sabatino, el ritual más importante en mi vida, ir a ver a mi querido Tigre.
La barra era Tigre, mis amigos eran Tigre, mi familia era Tigre.
Había nacido tres a cuadras de la cancha y me crié mamando la azul y roja del Matador.
Nada era más importante en mi vida, que el Club de Victoria, hasta que llegó “La Martha”, mi rubia divina.
Tan divina era, que cumplía la segunda premisa fundamental, en mi vida amorosa; me dejaba bien parado en cualquier situación. Porque era bella, inteligente, seductora y muy, pero muy sincera.
Por lo menos eso creí durante los doce meses de amor incondicional. Nos veíamos todos los días de la semana, excepto los Sábados por la tarde, cuando la dejaba por mi otro gran amor, Tigre.
Ella tomaba la situación del fútbol con total amplitud y comprensión, sumado a que los Sábados, trabajaba en la peluquería, comolo hacía todos los  días de la semana.
El único sueño pendiente que “La Martha” no me cumplió, era verla vestida con la camiseta azul y roja. Jamás pude convencerla. No gustaba del fútbol o por lo menos eso aparentaba en público.
Tito, Roby y Nano, mis hermanos de la vida, la adoraban porque ella indirectamente los seducía.
La rubia era tan particular, que podía atraer a cuanto hombre se pusiese enfrente, sin ser infiel a su pareja. Pero no había caso, nunca logré que luciera la histórica casaca del Matador, como tampoco logré que sea mi compañera en la cancha. No tranzaba, y si bien con los grandes de la “B”, así como el clásico con Platense eran peligrosos; el resto de los partidos eran tranquilos y Tigre llevaba tanta gente, que nos sentíamos protegidos.
Tigre era muy grande, tanto en cantidad de público, como en mi corazón.
Tan grande, que no lo comparaba con nada del mundo.
Mi vida se había encaminado con “La Martha”, de forma tal de pensar, que había encontrado la mujer de mi vida, esa mujer ideal con quien me casaría y tendría hijos. Algo que jamás nadie hubiese imaginado. Hasta había fantaseado casarme con la camiseta de Tigre y antes de ir a la iglesia, como seguramente nos casaríamos un Sábado, pasar por el estadio donde jugara Tigre. Si era local, mejor. Pero el solo hecho de imaginármelo, ya era tema de discusión interna.
Ella parecía más formal, más de Iglesia, vestido blanco y fiesta. En cambio yo, quería otra cosa.
Pero como la relación tenía solo un año, había tiempo para convencerla y que cambie de opinión.
Por todos estos detalles que cuento, es que los muchachos me piden que relate la repetida historia, cada vez que nos encontramos. Y el Sábado pasado, luego de ir a la cancha, nos reunimos todos a comer un asado en la casa de Roby, que a su vez había invitado a un grupo de amigos y amigas de su trabajo. Cuando promediaba la cena y como era característico, me hicieron narrar la historia con “La Martha”.
Eso, que ya habían pasado cinco años, pero el recuerdo era tan real, que merecía el enésimo acto. Todos miraban y escuchaban atentos. Había que ver las caritas de las chicas, cuando contaba lo previo a aquel Sábado increíble. Es que en realidad, lo más importante de la historia se reflejaba en ese fin de semana.
Por supuesto, si Tigre se enfrentaba con Platense en Saavedra, allí fuimos todos, cada uno con su respectiva camiseta, su gorra azul y roja, y la bandera que decía “La Barra del Langa”.
Porque así me llamaban “El Langa Sarmiento”. Mis viejos me habían puesto de nombres José María;  José María Sarmiento.
Fui “Pepe” de chiquito, hasta que se cruzaron las primeras chicas y el éxito trajo aparejado el nuevo apodo,... “El Langa”.
Llegamos temprano al estadio de Saavedra y rápidamente toda la tribuna visitante, se fue poblando. Con los pibes, nos juntábamos con la barra brava y cuando había que ir al frente, no escatimábamos recursos boxísticos.
Nos dieron un baile terrible. Cómo habrá sido el baile, que en un momento me puse a pensar, “yo estoy acá perdiendo el tiempo, comiéndome este bailongo, cuando podría estar con “la Martha, mi rubia divina”.
Había visto perder a Tigre; pero así, por esa diferencia y contra “la bosta de Platense”, nunca jamás.
Estaba con mucha bronca; diría más que bronca, impotencia. Por eso cuando comenzaron las escaramuzas de pelea, encaramos todos juntos hacia la puerta que dividía las tribunas.
Ellos no se daban por enterados de nuestra sed de venganza. Eran todo fiesta; saltaban y cantaban. “Borombombom, borombombom, le dicen Tigre y es un gato comilón”; o la hiriente, “Que nacieron hijos nuestros, hijos nuestros morirán”. Todo el repertorio futbolero.
Cuando repartíamos piedrazos a diestra y siniestra, veo que “el Roby” le dice algo “al Tito” y su vez “al Nano”. Y encaran hacia mí, como queriéndome detener.
-          ¡Viene la yuta, viene la yuta!. Apuntaba el Roby.
-          Vamos Langa, rajemos de acá. Gritaba el Nano, mientras los tres me llevaban a la rastra.
Yo estaba tan caliente, pero tan caliente, que quería pelearme hasta con la policía......
Pero ellos parecían arrugar, cosa que todavía me enfurecía más.
Luché contra las piedras y el esfuerzo que hacían mis amigos para hacerme retroceder.
Tanto, que logré zafarme y correr hacia donde estaban los de Platense y la policía......
Me subí a la reja que separaba las tribunas, exponiéndome, pero con la intención que todos me sigan.  Nunca arrugaba y más de una vez, cobré para el campeonato. Pero ese día, ese Sábado, ese maldito clásico, fue el peor de mi vida.
Cuando estaba arriba, bien arriba de la reja, encabezando la rebelión.....La vi......
Estaba en el paravalancha de la “tribunita de mierda” que da a la General Paz. Era ella...... Con su camiseta blanca y marrón. Con un mugriento gorro que dejaba ver sus largos rulos rubios.
Era ella que cantaba “le dicen Tigre y es un gato comilón”.
Era ella, la mujer de mi vida, la futura madre de mis hijos, la más traicionera de las mujeres que yo haya conocido en mi vida.
Porque eso,  eso que para ella era pasión pura, para mí era traición.
Allí quedé inerte, inmóvil, apabullado, sentado encima de la reja divisoria.
Mi futuro, hecho trizas por una traición y mi amor, mi amor pisoteado.
Porque podría haberle perdonado una infidelidad con otro hombre, o hasta con otra mujer.
O que me hubiese dicho que no me amaba, que no me quería ver nunca más.
Pero eso jamás, jamás se lo voy a perdonar a la Martha.
¡Porque a la final,.........la muy turra era Calamar!


Eduardo J. Quintana  - (del libro "Pasiones de Pibe")