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Este es un humilde sitio donde podré difundir también mis escritos. Volcaré semanalmente algunos de mis cuentos editados e inéditos para que la gente pueda disfrutarlos.



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martes, 14 de enero de 2020

Tiempo de descuento


Es dura la vida en soledad, sobre todo si durante gran parte de ella conviviste con un ser especial, con una de esas mujeres únicas y envidiables que todo hombre desea tener a su lado. Es lógico que ese vacío provocado por la muerte de un ser querido, sea ocupado por una depresión que te va destruyendo de a poco.
En ese momento es cuando deben aparecer los amigos de verdad y por suerte para Martín, esos justamente no lo abandonaron jamás.
Eran incondicionales, la junta del barrio y de la vida. Esos que como pibes comenzaron en el jardín de infantes a frecuentarse diariamente y ascendieron grado a grado hasta llegar a la secundaria, compartir los cinco años del comercial y seguir por distintos caminos de estudios, trabajos y mujeres, pero ligados siempre a través de la amistad.
Comenzaron noviazgos que los ligaban directa e indirectamente. Martín y Sebastián se pusieron de novios con las hermanitas Lozano y el tercer amigo comenzó a salir con la hermana de Sebastián, por ende, con una relación muy buena entre las mujeres, la amistad a través del tiempo estaba asegurada.
Crecieron juntos y forjaron cosas en común. Eran esos hermanos que da la vida, que el destino agrupa y nadie puede separar. Coincidían en gustos, en acciones y hasta en el deporte. Los tres, desde muy niños, fueron muy futboleros y a medida que crecieron, esa pasión se trasladó dentro y fuera de la cancha. Tenían algo en común, una marca extravagante en los seguidores del deporte pasión, por convicción, amor por el barrio y sentido de pertenencia, los tres eran hinchas del llamado: “El equipo de barrio más grande del mundo”.
Un lema que se había acuñado a través de la pasión y el amor por los colores del Real San Martín.
Fue lugar de reunión, el club que los cobijó y, por sobre todo, el que le puso los colores al corazón de Martín, Sebastián y Juan Ignacio, quienes a su vez se lo transmitieron a sus novias, con las cuales formaron una gran familia. Por eso dolía verlo así a Martín, desalineado, descuidado y pasando, la mayor parte del día, en cama. Los médicos no le detectaban nada clínico, solo una depresión aguda que todavía no tocaba órganos vitales, pero que de acentuarse traería males mayores.
Era impensado el tiempo en que había llegado la depresión de Martín, porque había sido justamente de esos tipos que habían luchado toda su vida para que el Real jugase cosas más importantes que los iniciales torneos amateurs de barrio o countries, pero cuando lo lograron, días después que ganaron aquella histórica final que los clasificó para jugar la Liga del Norte, llegó el desenlace en la vida de Matilde Lozano, la esposa de Martín, con una larga enfermedad que lo alejó de las canchas primero y lo sumergió en la depresión que lo aqueja desde hacía dos años y lo llevaba a vivir encerrado. Para Martín fue doloroso verla partir y no pudo volver jamás a ser el mismo. Ni cuando se enteró que el campeonato de Liga que jugaba Real San Martín otorgaba una plaza para el torneo Federal C.
Infructuosos fueron los esfuerzos de Seba y Juani para entusiasmarlo con la campaña que el Real estaba haciendo en el torneo de Liga. Ni siquiera lo inmutaron cuando el club había llegado al cuadrangular final por el ascenso. El golpe había sido muy duro, tan violento para el corazón que siempre esperaba el día, para juntarse con su amada.
Sebastián, Juan Ignacio, Juana Lozano, la hermana de Matilde y Julia, la esposa de Juani, hicieron hasta las cosas más disparatadas para mejorar y tal vez salvar la vida de Martín. Desde una procesión a Luján, hasta un rito umbanda, pasando por presentarle una amiga, invitarlo a cenar y mostrarle cada lunes, los resultados de los partidos del Real de ese fin de semana y que lo iban encumbrando hacia el ascenso. Regalarle una camiseta con su nombre y mostrarle la bandera con la emblemática frase “El equipo de barrio más grande del mundo” colgada en el alambrado de la cancha de Chacarita. Nada cambió su preocupante estado de ánimo. Había dejado de trabajar y sus amigos, con algunos familiares, solventaban los gastos de la casa.
En el cuadrangular, Real San Martín empató de visitante y ganó de local pasando a la final por el ascenso. Estaban a quince días de la gloria, a dos partidos de lograr algo impensado tiempo atrás, estaban a ciento ochenta minutos del reconocimiento general.
El duro momento de Martín opacaba todo. El viernes, previo al partido de ida que se jugaría en Pilar, todo el plantel y cuerpo técnico se llegó hasta la casa para convencerlo que vaya a la cancha ese sábado, pero fue en vano. Si bien se lo notaba un poco más alegre, como conmovido por la visita de jugadores que él había visto llegar al club desde niños, la postura no se modificó.
Esa noche, cuando Martín quedó solo con Juani y Seba, les solicitó que no insistan, que él había ido con Matilde por última vez a ver al Real y que, con su partida, había prometido que jamás concurriría solo.
La semana pasó rápidamente y el empate en un gol de Real San Martín, en su visita a Villa Rosa Fútbol Club, dejaba abierta la serie para el partido de vuelta en el estadio de Chacarita. Se propusieron no hablar de fútbol con Martín; ellos y sus esposas estaban convencidos que cuando le hablaban del Real San Martín, el dolor se apoderaba de su corazón.
Llegó el día soñado, todo un barrio se juntaba en las esquinas para ir en caravana hasta la cancha del “Funebrero” y el destino diagramó que la caravana pasase por la puerta de la casa de Martín, quien solo atinó a asomarse por la ventana y admirar la multitud por entre la cortina de tela. Fue tanta la emoción que una lágrima surcó su mejilla; era de satisfacción por el sueño de tantos años hecho realidad, era de tristeza por el recuerdo eterno de Matilde, pero por sobre todo, era de alegría por la felicidad de sus amigos.
Se fue a la cama, se tapó hasta la cabeza y decidió dormir.
El partido resultó más difícil que el primero, Real no podía hacerse fuerte en el medio y eso era fundamental en su juego. Por eso, no extrañó que la visita se ponga en ventaja antes del final de la primera parte. En casa de Martín todo era paz, dormía un largo sueño que, de hermoso, lo despertó. Con la mirada nublada la vio, estaba allí sentada a su lado, en el sillón mecedor que intacto había quedado al lado de la cama.
Martín se incorporó y se sentó al borde de la cama. Matilde estiró su mano. Estaba espléndida, con el pelo suelto y vestida con la celeste y blanca del Real San Martín.
La radio se escuchaba en forma suave, en la lejanía de la habitación. Martín se levantó y se acercó a Matilde, ella procedió a realizar el mismo movimiento. Frente a frente se abrazaron y se besaron en total silencio. Tuvieron un largo rato juntos y como fondo, la lejana voz del relator que por radio susurraba cosas imperceptibles.
Matilde se separó levemente y caminó hacia el placar, de donde extrajo la camiseta del Real con el nombre de Martín y el número diez en la espalda. Se acercó a la radio, levantó el volumen, volvió hacia su esposo y desplegó la camiseta para ayudarlo a colocársela.
Ambos vestidos con la casaca albiceleste y de fondo el relator que dice: “Treinta minutos del segundo tiempo de la final que, por el ascenso al Federal C, gana la visita por uno a cero”.
No podía ser todo redondo, no podía salir todo bien si la vida de Martín coqueteaba con lo negativo. Matilde lo besó nuevamente, lo tomó del brazo y comenzó a caminar a su lado.
Martín salía a la calle por primera vez en mucho tiempo y lo hacía de la única forma que podía concretarlo, del brazo de su amada. Recorrieron las varias cuadras que separaban su casa del  estadio de Chacarita, saludando vecinos, redescubriendo el barrio, soñando e imaginando el futuro.
El griterío de la gente llamaba a la ilusión. Real San Martín atacaba sin cesar y el empate estaba al caer. Pero Dios iba a regalarles la emoción más grande de sus vidas. Llegaron al portón, pasaron los controles saludando e ingresaron a la tribuna popular. El árbitro marcaba el descuento. Caminaron por el pasillo, saludando a la gente, justo en el momento en que Gino Solís impactaba con su cabeza el balón, haciendo infructuosa la volada del arquero. Empate heroico en el final del partido y toda la algarabía desatada en la tribuna del Real.
La bandera detrás del arco esbozaba la frase “El equipo de barrio más grande del mundo” y el gestor de la ilusión estaba allí, vestido con los colores de toda su vida, saltando del brazo de su amada, cuando dos minutos después, ya en tiempo de descuento, una apilada de la Bruja Rodríguez dejó solo al Mago Solís, que definió con sutileza por encima del arquero y emprendió una larga carrera que terminó en un abrazo multitudinario con Daniel, el técnico del milagro.
La tribuna explotó de alegría, Martín abrazó a Matilde justo en el momento que fue divisado por sus amigos, quienes comenzaron a bajar escalones, en el mismo momento en que el árbitro del partido pitaba el final y decretaba el ascenso al Federal C del Real San Martín, desatando una fiesta en las tribunas y una avalancha hacia el alambrado, que los hinchas cortaron para invadir el césped.
Martín había perdido a Matilde en la montonera de gente y encontrado a sus amigos que, abrazados, lo condujeron dentro del campo de juego.
“Dale Campeón, Dale Campeón” era el grito generalizado, mientras Sebastián levantaba en andas a Martín, quien infructuosamente buscaba a su amada. La vuelta olímpica había comenzado y por un momento, en andas, volvió a la realidad y disfrutó del momento.
Real San Martín, el equipo de barrio más grande del mundo, se había recibido de club importante y había logrado el ansiado ascenso, heroicamente en tiempo de descuento.
En el campo Juan Ignacio, Julia, Juana y Sebastián llevaban en andas a este emblema del Real y disfrutaban del ascenso; en otra parte, quién sabe dónde, Matilde, con su camiseta celeste y blanca, daba rienda suelta a la alegría rodeada de los suyos…




Eduardo J. Quintana
Del libro “Con la ilusión en ascenso - Tiempo de descuento”
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