Muchas
cosas han cambiado en la vida de Julieta Ramírez, el haber crecido,
haberse casado, armado su propia familia, comprado su casita y haber
tenido un hijo. Otras tantas han cambiado en el entorno, en la
ciudad, en el barrio, en el tren que siempre utilizaba, en la
educación de la gente, en los espectáculos que se ven en el fútbol,
dentro y fuera del campo de juego.
Tan
solo veinte años habían pasado de la última vez y pareciere toda
una vida. Al principio le costó acostumbrarse a dejar de ir a ver a
su equipo, fueron tres años ininterrumpidos, en épocas donde se
podía ir a la cancha tanto de local como de visitante y en la cual
se vivía una previa familiar importante con viaje incluido. Esos
inolvidables periplos en colectivo, tren o eventualmente en micro,
donde podían contarse todo lo que quizá no se hablaba en la semana
por falta de tiempo.
Quizá
por eso la mirada perdida en un horizonte lejano, cuando la ciudad
pasaba a contramano por la ventanilla del tren, presagiando el paso
del tiempo que irresponsablemente no se detenía.
Con
el recuerdo en la memoria de la primera vez de la mano de su papá
Alberto, subiendo a los saltitos cada uno de los escalones de la
tribuna local, vistiendo la gloriosa camiseta con los colores del
corazón, esos colores del club de toda la familia; hasta llegar al
lugar de siempre, bien arriba, al sol, juntos, casi apretujados como
demostrando que el amor se compartía también en una cancha de
fútbol.
Quizá
por eso lo llevaba junto al pecho y lo apretaba con los dos brazos,
haciéndolo suyo, haciéndole sentir los latidos del corazón, al
compás del constante ronroneo del tren que se desplazaba a gran
velocidad, como la vida misma.
Aquellos
años gloriosos en que se abrazaban en cada gol como si fuera propio
y aquella inolvidable vuelta olímpica en el ansiado ascenso familiar
que vivieron juntos, de la mano. Infaltables en cada partido, papá
Alberto y su hija Julieta, hasta que la salud del papá empezó a
teclear.
Quizá
por eso las dos camisetas eran una, los dos corazones eran uno y las
dos pasiones eran consecuentes a la locura. Las estaciones iban
pasando como los años y la vuelta estaba ahí cerca.
También
recordar la mala, la tragedia deportiva y la otra, la que marcó a
Julieta para toda la vida, la larga enfermedad de Alberto, junto al
descenso de su equipo, como un destino cifrado por la maldad de la
vida misma. La partida de ese padre, ese compañero, ese amigo que
dejó una huella imborrable y una irrecuperable sensación que con
él, había muerto el fútbol para siempre. Que ya nada sería lo
mismo.
Quizá
por aquellas sensaciones vividas en el ayer junto a su padre.
Sensaciones que se repiten con su pequeño hijo y que asombran por su
similitud. Imágenes repetidas. Preguntas reiteradas y la modernidad
de los trenes que modifican el paisaje interior, mientras el exterior
pasa raudamente como los recuerdos.
Se
había olvidado del fútbol, de aquellas salidas inolvidables con su
padre, de aquella mano áspera que la apretaba ante el peligro y la
acariciaba ante el desasosiego de la derrota. De aquel descenso
inexplicable y sobre todo de la enfermedad que impidió ver la vuelta
juntos.
Quizá
porque la distancia se acortaba y el reloj se aproximaba a la hora
del inicio, el corazón de Julieta palpitaba como nunca, cuando el
tren detuvo su marcha y bajó en la estación esperando el saltito de
su hijo como si fuera el propio, tomándolo de la mano para recorrer
el andén.
La
radio fue su compañera mientras se ausentó de las canchas y la
camiseta, su vestimenta mientras escuchaba los partidos. El amor
llegó tan rápido como se fue y con él un regalo de Dios, Joaquín.
Con ese hijo se exaltó la pasión por los colores y el legado
familiar. La búsqueda por el ascenso se hizo karma y hubo que
esperar seis años para lograrlo.
Quizá
por eso al salir de la estación de trenes, la brisa que rozó su
rostro, corriendo esa lágrima que surcaba la comisura de sus ojos.
Una mezcla de nostalgia y felicidad se unían en una expresión única
y alguna vez repetida por ella misma y otro protagonista.
Seis
años después del nacimiento de Joaquín y ante la gran posibilidad
de ascender a la categoría que jamás debería haber abandonado, fue
que su hijo con la camiseta puesta instó a su madre a volver a una
cancha de fútbol y la resistencia fue nula.
Quizá
por eso fue que recorrió las mismas cuadras de la mano de su hijo,
que decenas de veces caminó de la mano de su padre, pero esta vez
con un llanto de emoción, con un dejo nostalgioso de aquellos
hermosos momentos vividos. Recuerdos que ahondaron en su corazón
cuando vio cerca la entrada del estadio, aquella que muchísimas
veces cruzó de la mano de su padre.
Cuando
llegó el día del partido por el ascenso, sintió la necesidad de
complacer a su hijo que sería como complacer a su padre y realizó
aquella rutina hasta llegar al tren, sentarse en la ventanilla y
perder su mirada en un horizonte lejano, cuando la ciudad pasaba a
contramano por la ventanilla del tren, presagiando el paso del tiempo
que irresponsablemente no se detenía.
Quizá
fue por que comenzó a palpitar el corazón con ritmo frenético
cuando de la mano de su hijo Joaquín, subiendo a los saltitos cada
uno de los escalones de la tribuna local, vistiendo la gloriosa
camiseta con los colores del corazón, esos colores del club de toda
la familia; llegó al lugar de siempre, bien arriba, al sol, juntos,
casi apretujados como demostrando que el amor se compartía también
en una cancha de fútbol con esa ilusión de ascenso que presagiaba
felicidad plena, tanto en la tierra y como en el cielo…
Eduardo J. Quintana
@ejquintana010
del libro "Con la ilusión en ascenso - Segundo Tiempo"
"Difundir la Literatura Futbolera para pensar en volver a jugar a la pelota"
Las imágenes que ilustran este cuento, fueron tomadas de Internet
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