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Este es un humilde sitio donde podré difundir también mis escritos. Volcaré semanalmente algunos de mis cuentos editados e inéditos para que la gente pueda disfrutarlos.



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domingo, 4 de agosto de 2013

La vocación de Britos




Recuerdo esa imagen mientras me hamacaba en los juegos del Parque Chacabuco, con la mirada fija en los altos edificios de la calle Asamblea, con sus balcones llenos de macetas. Estructuras modernas, de diversas características, con infinidad de colores y reflejos que hacían el deleite de los estudiosos. Tenía nueve años y pasaba horas enteras mirando edificios, iglesias, museos. Los otros chicos jugaban a la guerra, al papá y a la mamá; al doctor y yo jugaba a ser ingeniero.
Ingeniero Civil, esa era mi verdadera vocación. Aprendí a revocar a los once años, cuando mi papá llamó a unos albañiles para refaccionar nuestra casa y yo pasaba horas enteras a su lado alcanzándole las herramientas, llenándole lo baldes de mezcla.

Ahora fijo la mirada en aquellos obreros que están trabajando bajo el sol en la terrible torre que están haciendo sobre la calle Miñones. Deben estar por el piso ocho o nueve, quitando las maderas de la loza. Ya hay partes donde están alzando las paredes, mientras el sol les pega de frente.

Cuando entré al secundario, obviamente a una escuela técnica, fui un alumno aplicado al máximo. Sabía positivamente que para ser un gran ingeniero, primero tendría que estudiar mucha matemática, física y debía aprender a dibujar, a proyectar. Demás está decir que Taller era mi materia preferida y a medida que llegó la especialización, más a mis anchas estaba. Los años iban pasando y mi vocación se iba reflejando en mis notas escolares.

Seguramente ese de jean y camisa con gorro blanco debe ser el arquitecto que está revisando la nueva loza o bien puede ser el ingeniero o el dueño de la constructora, que con lápiz y anotador en mano está verificando que esté todo en orden. Es increíble, va subiendo piso por piso, revisando cada parte de la estructura de hormigón, que envidia me da saber que podría ser tranquilamente yo quien estuviese en su lugar.

Nunca me voy a olvidar el día que me recibí de Maestro Mayor de Obras, la alegría que tenían mis viejos. Fui el mejor promedio. Sabía que era el preferido de todos los profesores. Mi carrera universitaria empezaba a delinearse detrás de la perseverancia. Mientras mis amigos jugaban al fútbol o hacían algún otro deporte, yo leía libros de construcción, libros de cálculos y comencé a interiorizarme y a estudiar sobre la construcción medieval.

Cada uno de los edificios que se esgrimen en el horizonte de Belgrano tienen lo suyo, hay torres muy modernas con esos espejos tornasolados que resaltan aún más con el reflejo solar, hay diferentes tipos de tanques de agua, hay balcones enterizos compartidos, hay balcones individuales y hasta los hay, horriblemente, sin balcones.
Cada arquitecto viene con su librito bajo el brazo, cada constructora se adapta a las necesidades del inversionista, pero todos, absolutamente todos los edificios, ya sean de varios pisos, torres o simples casas de bajo, tienen lo suyo.

Cuando estaba en cuarto año de ingeniería, con una beca que me otorgó el gobierno, viajé a España, Italia y Grecia para estudiar las distintas corrientes y estilos de construcción. Ingresar al Coliseo, a la Capilla Sixtina, al Partenón e imaginar tanta historia resumida en paredes de concreto, no tiene ni precio ni explicación.
Cuando volví de esa gira mi cabeza había hecho un clic, no sólo porque había conocido parte de la historia de la arquitectura antigua, sino porque también había conocido el amor. Una napolitana llamada Giuliana, guía en uno de mis viajes, hermosa ella, morocha de ojos verdes que vino a vivir conmigo al país para forjar un futuro en conjunto y que también caminó a mi lado en mi crecimiento profesional.
El estudio fue mi vida misma y Giuliana fue el broche de oro a esos años de progreso, hasta que un día nuestra relación se opacó y decidió retornar a su Nápoles natal.

El sol comenzaba su declive, una leve brisa corría de sur a norte, más o menos transcurría el minuto treinta y cinco y mis ojos quedaron varados en el horizonte imaginando el eclipse que produciría el sol con el edificio en construcción que ya empezaba a vaciarse, cuando de repente un estallido de voluntades estoicas que gritan Goool….Goool… y comenzaron los abrazos y las muestras de gratitud, y el técnico que me grita:
-          Dale Cholo, llevale agua a los pibes que están cansados

Y allí entré corriendo con el bidón en mano, a saciar la sed de los jugadores que exhaustos daban hasta la última gota de sudor para ganar el partido.
La vida me golpeó; las mujeres, la bebida, el juego, la soledad, las malas juntas, dejaron trunca mi carrera de ingeniero que abandoné cuando se fue Giuliana. Y acá estoy ahora dándole una mano a mi querido Verde de Bajo Belgrano, haciendo de saciador de sed, que les digo también es una vocación, desde la mismísima época de la esclavitud cuando el aguatero saciaba la sed de los gladiadores, que combatían en los circos de Roma y todo su imperio……
Mientras el sol se escondía detrás de la obra en construcción y desde las tribunas se escuchaba el resonante… Cursionistas…Cursionistas!!!!



Eduardo J. Quintana
del libro "Cenizas de la vida" 



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