Recuerdo esa imagen mientras
me hamacaba en los juegos del Parque Chacabuco, con la mirada fija en los altos
edificios de la calle Asamblea, con sus balcones llenos de macetas. Estructuras
modernas, de diversas características, con infinidad de colores y reflejos que
hacían el deleite de los estudiosos. Tenía nueve años y pasaba horas enteras
mirando edificios, iglesias, museos. Los otros chicos jugaban a la guerra, al
papá y a la mamá; al doctor y yo jugaba a ser ingeniero.
Ingeniero Civil, esa era mi
verdadera vocación. Aprendí a revocar a los once años, cuando mi papá llamó a
unos albañiles para refaccionar nuestra casa y yo pasaba horas enteras a su
lado alcanzándole las herramientas, llenándole lo baldes de mezcla.
Ahora
fijo la mirada en aquellos obreros que están trabajando bajo el sol en la
terrible torre que están haciendo sobre la calle Miñones. Deben estar por el
piso ocho o nueve, quitando las maderas de la loza. Ya hay partes donde están
alzando las paredes, mientras el sol les pega de frente.
Cuando entré al secundario,
obviamente a una escuela técnica, fui un alumno aplicado al máximo. Sabía
positivamente que para ser un gran ingeniero, primero tendría que estudiar
mucha matemática, física y debía aprender a dibujar, a proyectar. Demás está
decir que Taller era mi materia preferida y a medida que llegó la
especialización, más a mis anchas estaba. Los años iban pasando y mi vocación
se iba reflejando en mis notas escolares.
Seguramente
ese de jean y camisa con gorro blanco debe ser el arquitecto que está revisando
la nueva loza o bien puede ser el ingeniero o el dueño de la constructora, que
con lápiz y anotador en mano está verificando que esté todo en orden. Es
increíble, va subiendo piso por piso, revisando cada parte de la estructura de
hormigón, que envidia me da saber que podría ser tranquilamente yo quien
estuviese en su lugar.
Nunca me voy a olvidar el día
que me recibí de Maestro Mayor de Obras, la alegría que tenían mis viejos. Fui
el mejor promedio. Sabía que era el preferido de todos los profesores. Mi
carrera universitaria empezaba a delinearse detrás de la perseverancia.
Mientras mis amigos jugaban al fútbol o hacían algún otro deporte, yo leía
libros de construcción, libros de cálculos y comencé a interiorizarme y a
estudiar sobre la construcción medieval.
Cada
uno de los edificios que se esgrimen en el horizonte de Belgrano tienen lo
suyo, hay torres muy modernas con esos espejos tornasolados que resaltan aún
más con el reflejo solar, hay diferentes tipos de tanques de agua, hay balcones
enterizos compartidos, hay balcones individuales y hasta los hay,
horriblemente, sin balcones.
Cada
arquitecto viene con su librito bajo el brazo, cada constructora se adapta a
las necesidades del inversionista, pero todos, absolutamente todos los
edificios, ya sean de varios pisos, torres o simples casas de bajo, tienen lo
suyo.
Cuando estaba en cuarto año de
ingeniería, con una beca que me otorgó el gobierno, viajé a España, Italia y
Grecia para estudiar las distintas corrientes y estilos de construcción.
Ingresar al Coliseo, a la Capilla Sixtina,
al Partenón e imaginar tanta historia resumida en paredes de concreto, no tiene
ni precio ni explicación.
Cuando volví de esa gira mi
cabeza había hecho un clic, no sólo porque había conocido parte de la historia
de la arquitectura antigua, sino porque también había conocido el amor. Una
napolitana llamada Giuliana, guía en uno de mis viajes, hermosa ella, morocha
de ojos verdes que vino a vivir conmigo al país para forjar un futuro en
conjunto y que también caminó a mi lado en mi crecimiento profesional.
El estudio fue mi vida misma y
Giuliana fue el broche de oro a esos años de progreso, hasta que un día nuestra
relación se opacó y decidió retornar a su Nápoles natal.
El
sol comenzaba su declive, una leve brisa corría de sur a norte, más o menos
transcurría el minuto treinta y cinco y mis ojos quedaron varados en el
horizonte imaginando el eclipse que produciría el sol con el edificio en
construcción que ya empezaba a vaciarse, cuando de repente un estallido de
voluntades estoicas que gritan Goool….Goool… y comenzaron los abrazos y las
muestras de gratitud, y el técnico que me grita:
-
Dale Cholo, llevale agua a los
pibes que están cansados
Y
allí entré corriendo con el bidón en mano, a saciar la sed de los jugadores que
exhaustos daban hasta la última gota de sudor para ganar el partido.
La
vida me golpeó; las mujeres, la bebida, el juego, la soledad, las malas juntas,
dejaron trunca mi carrera de ingeniero que abandoné cuando se fue Giuliana. Y
acá estoy ahora dándole una mano a mi querido Verde de Bajo Belgrano, haciendo
de saciador de sed, que les digo también es una vocación, desde la mismísima
época de la esclavitud cuando el aguatero saciaba la sed de los gladiadores,
que combatían en los circos de Roma y todo su imperio……
Mientras
el sol se escondía detrás de la obra en construcción y desde las tribunas se
escuchaba el resonante… Cursionistas…Cursionistas!!!!
Eduardo J. Quintana
del libro "Cenizas de la vida"
Conseguilo en librerías o en forma virtual en libreriaimaginaria@hotmail.com
Seguime en @ejquintana010
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