La imagen latente de un pibe feliz,
subiendo peldaño a peldaño la escalera que me separaba de la vertiginosa altura
del puente sobre las vías.
La mística sensación de verme en la
distancia más cercana al cielo y la emoción de sentir el tren, pasar por debajo
a un ritmo más lento, ante la proximidad de la estación.
Tan imponente resultaba la altura
que me separaba del tren, como larga me parecía la formación ferroviaria que
surcaba las vías de mi Barrio, desde Once, con destino Lejano Oeste.
Han pasado muchos años de aquella
epopeya que significaba escalar el puente de Rojas.
Han pasado centímetros de distancia
entre la altura de aquel precoz hombrecito aventurero y este maduro cuarentón.
Pero el Barrio es el mismo y el
puente no ha cambiado su fisonomía general, salvo algo de pintura, el deterioro
del piso o la mayor iluminación que emana desde dos modernas torres
reflectoras, para prevenir la mayor peligrosidad, producto de esta nueva
sociedad, sobre todo, en lugares de poco tránsito.
Aquel puente, este puente y la
sensación de ver un puntito en el horizonte ferroviario, que aumenta su dimensión con el
giro del segundero.
La mágica sensación de vivir el
temblequeo propio al paso de la formación, allá abajo.
Y el puente, hoy, no tan alto.
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