Hay lugares
en el mundo sumamente característicos, esos en que cualquier terráqueo sueña
con vivir. Muchas veces la evaluación se inclina hacia históricas ciudades,
otras a zonas de montaña, hay quienes prefieren los lagos y muchos, muchísimos,
las playas. En Cataluña, más precisamente en la Provincia de Girona, existe un
pueblo llamado Begur. La hermosa comarca catalana data de la Edad Media, tiene
una población estable de menos de cinco mil habitantes y se caracteriza por las
hermosas playas, de aguas claras y arenas limpias. Casas grandes de dos plantas,
con ventanales de dos hojas que, en su gran mayoría, inclinan su mirada al mar.
Amplias habitaciones luminosas, patio colonial y jardines con árboles, la
mayoría de los frentes inmaculadamente blancos y techos de contrastantes tejas
rojas. Las calles desniveladas, que descubren en la vista del paisaje, postales
de ensueño.
En una de
dichas calles y en edificaciones contiguas, se había asentado la familia
Martínez. Los primeros, hacía más de un siglo que formaban parte de la
comunidad “begurense”y eran los abuelos de Juliana y Carlos. Habitaban el caserón
más grande y más antiguo. En sus terrenos, primero Juliana Martínez, que era la
nieta más grande y luego de varios años Carlos, construyeron sus casas,
manteniendo el mismo estilo. Los abuelos, todos los tíos directos y primos eran
catalanes de nacimiento, las parejas y los hijos de Juliana y Carlos también,
solo ellos eran argentinos, más precisamente bonaerenses.
La familia
se reunía siempre, pero especialmente para las fiestas. El año nuevo era
especial y nostalgioso para los Martínez argentinos. Cada 1° de enero
recordaban el aniversario del club de la ciudad donde habían nacido. Para ese
fin de año, Carlos había cumplido un viejo cometido que, por una u otra razón,
no había realizado con anterioridad: Encuadrar la camiseta roja y blanca de
piqué, con el número 9 en la espalda del club de su vida: “Cañuelas Fútbol
Club”. Era todo un orgullo que, su familia y sus amigos catalanes, pudiesen
admirar en las fiestas de fin de año, tan amado recuerdo.
Una mañana,
un vecino alertó a Juliana que en el correo había un paquete a su nombre y que debería
pasar a retirarlo. La sorpresa fue aún mayor cuando llegó y vio el remitente,
que era su tío Hernán. Dos cajas, una con regalos y el otro paquete, plano y
alargado, que contenía dos cuadros del “Estadio Jorge Alfredo Arín”, el segundo
hogar de Juliana y Carlos, que seguramente acompañaría el enmarcado con la
camiseta.
Allá por la segunda mitad de la
década del 60, en la localidad de Cañuelas cabecera del partido homónimo, más
precisamente en calle Sarmiento entre Larrea y Ameghino, la familia Martínez
había echado raíces. Pareja con dos hijos, de clase media, educación pública y
militancia política comprometida. Mabel Eliana García, maestra, nacida en
Concordia, Entre Ríos, donde residían su madre y sus tres hermanos. El padre de
la familia, Víctor Alcides Martínez, la misma edad y profesión de su esposa,
habiendo sido compañeros de estudios en el pasado y también dictaban clases
como docentes en un colegio del mismo barrio. Víctor era hijo de catalanes y
tenía a sus padres asentados en un pueblo de la Costa Brava.
La pared de
la casa de Carlos había quedado completa y a gusto, tanto del “cañuelense” como
de su esposa, la bella Jazmín Miranda, que respetaba a rajatabla la tradición
foránea y futbolera de su esposo. Sus hijos, Germán y Federico, como hijos de
un argentino y de una barcelonesa, no podían ser de otro club que del Fútbol Club
Barcelona, el de mamá y el de Messi. Pero seguían muy de cerca al único club
del cual su papá se enamoró: Cañuelas Futbol Club. Había una diferencia, habían
conocido personalmente el “Estadio Camp Nou” y recién, a través del cuadro,
conocían el “Estadio Jorge Alfredo Arín”. La familia de Juliana era parecida,
ella muy hincha del “Tambero” y Joseph, su marido, Manuela y Joan, sus hijos,
eran hinchas del Girona F.C. Iguales colores, distinta pasión. Había pegado
mucho la herencia de los Martínez por el “Rojo” y como toda herencia futbolera,
era inalterable a través del tiempo y la distancia.
La situación del país a mediados de
los 70 se había complicado. Una rara sensación recorría las escuelas, las
calles y el club. Las noticias no eran buenas, se había corrido la noticia que
se habían llevado presos a los curas párrocos de Máximo Paz y no se sabía el
paradero de dos maestros de Vicente Casares, localidades vecinas. Mabel y
Víctor, estaban preocupados por los niños. Juliana había cumplido 8 años,
Carlitos solo 5, se manejaban en el barrio, porque Cañuelas era tranquilo y los
habían preparado, por si alguna vez pasaba algo, para que inmediatamente vayan
a la casa de sus tíos. Obviamente, la responsable de cuidar a su hermanito debería
ser Juliana.
Habían
llegado las fiestas y se venía el cambio de año. Los Martínez y compañía
realizarían un festejo especial, en el cual se juntarían en casa de Carlos, que
los agasajaría con un asado. Su vivienda tenía un espectacular quincho, en el
cual una de las paredes lucía los cuadros, una hermosa pileta y un gran parque.
Para el anfitrión no era una fecha especial, el 1 de enero de 1911 su amado
Cañuelas Fútbol Club cumpliría el centenario de su fundación y solamente Carlos
y Juliana lo sabían…
En el mes de agosto de 1976, en
momentos que atardecía y tanto Mabel, como Víctor volvían de una reunión de
militancia barrial, advertidos que dos compañeros habían sido “chupados” por
grupos de tareas, divisaron que en ambas esquinas, sendos autos con personas
sospechosas, los estaban esperando. Cruzaron la calle e ingresaron a la Iglesia
Nuestra Señora del Carmen y se escondieron en un confesionario. El lugar no era
seguro y los chicos estarían solos es su casa, corriendo peligro.
Una mesa
larga ocupada por los abuelos, primos, tíos, hijos, cuñados, una parrilla y un
gran asado. Recuerdos de los más viejos. Chistes de los más chicos. Muchas
risas, alegría y hermandad. La hora doce se acercaba, el champagne preparado y
la nostalgia apoderándose de los corazones de Juliana y Carlos. Imaginaban el
pueblo, la escuela y los compañeritos. No era mucho lo bueno por recordar, la
imagen presente de aquella pesadilla continua con la imagen de los padres
corriendo por la calle, seguidos por un auto con desconocidos en su interior, en
una noche oscura y aterradora.
Esperaron en el confesionario por más
de dos horas, imaginaron a sus hijos en la soledad de la noche aguardando su
llegada, impacientes y con miedo. Víctor salió, la puerta principal estaba
cerrada, intentaron por la puerta lateral de la sacristía, estaba sin llave. Ya
en el exterior y ante los ladridos de un perro, apuraron la marcha. Caminaron
un tramo asustados, casi sin hablarse; llegando a un par de cuadras de su casa,
las luces de un auto los encandila y por temor, salieron corriendo rumbo al domicilio
donde esperaban los pequeños…
Los fuegos
artificiales desde la playa, las campanadas de la Iglesia San Pedro de Begur y
el reloj “Cucu” ubicado en el quincho, daban el cambio de año, el brindis, los
abrazos, los saludos, la emoción y la sorpresa. Juliana, levantó la copa para
el segundo brindis, tomó la palabra y dijo: “Un brindis por el centenario de
nuestro querido Tambero”. Ante la emoción incontrolable de Carlos; su hermana
fue hasta el living, se quitó la blusa y se puso la roja y blanca de Cañuelas y
le trajo uno aquellos los paquetes que envió su tío Hernán desde Concordia.
Cuando lo abrió y divisó camiseta roja y blanca de su vida, se la colocó, se abrazó
a su hermana y se largó a llorar. Eran cien años, era el amor de su vida, era
el recuerdo de sus viejos corriendo por esa calle oscura, era la nostalgia.
-
Tu
primera camiseta tío.
-
No
Joan, no es su primera camiseta. ¿No viste la del cuadro? Contestó su padre
-
Es
mi primera camiseta Joan, es mi primera camiseta…
Pese a la corrida, Víctor y Mabel
nunca llegaron a su casa. Juliana vio por la ventana como los metían dentro del
auto a los golpes, llevados de los pelos. Tomó a Carlitos con lo puesto y salió
por la puerta del jardín. Corrieron, corrieron mucho, hasta la casa del tío
Julio. Allí quedaron escondidos dos días hasta que arreglaron el viaje rumbo a
Cataluña, donde los esperarían los abuelos, en las bellas playas de Begur,
lejos de Cañuelas…
Las lágrimas
no cesaban, la emoción era enorme. Allí estaba Carlos, vestido de "Tambero",
mirando el cuadro con la camiseta roja y blanca. Allí se acercó Joseph, tomó
del hombro a su cuñado y le preguntó:
-
¿Y
esta camiseta…?
-
Es
la de mi querido Cañuelas
-
Sí,
ya sé Carlos.
-
…
-
¿Y
de quién era…?
-
Aquel
día que mi hermana me tomó de la mano y escapamos corriendo rumbo a la casa del
tío, salimos con lo puesto, solo con lo puesto…
Eduardo J. Quintana
Texto inédito
@ejquintana010
Texto inédito
@ejquintana010
"Difundir la Literatura Futbolera para volver a pensar en jugar a la pelota"
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