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Este es un humilde sitio donde podré difundir también mis escritos. Volcaré semanalmente algunos de mis cuentos editados e inéditos para que la gente pueda disfrutarlos.



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viernes, 19 de diciembre de 2025

El nieto del “Cabezón”

Un homenaje al querido Negro 

    El calor astillaba el asfalto, levantaba las baldosas y achicharraba la copa de los árboles. El sol era distinto, quizá enamorado de las montañas y del cielo celeste, o de la conjunción de ambos con la paz de las calles de Salta “La Linda”. Nunca me imaginé que, habiendo nacido en pleno centro de Rosario y vivido mis primeros quince años sobre la Avenida Génova, cada mañana al abrir las ventanas del comedor de mi casa, tendría de fondo las montañas como una fotografía maravillosa. Por razones netamente laborales mi viejo, Javier Landoni, vendedor de un laboratorio de productos para el agro, decidió pasar de su Empalme Graneros natal, a la ciudad norteña donde la empresa tenía una importante sucursal y que traería a la familia grandes beneficios económicos. La mudanza era por unos años, por lo cual alquilaron una casita en el Barrio El Portezuelo, en la entrada a la ciudad. En la casa de Empalme quedaron gran parte de las pertenencias materiales y la mayoría de los recuerdos familiares. A Salta solo habían mudado algunas cosas, ya que la mayoría eran provistas por la empresa para la cual trabajaba Javier. Thelma, mi vieja, era entrerriana y hacía veinte años que acompañaba a mi papá en sus emprendimientos. No era la primera vez que se mudaban por trabajo, antes de mi nacimiento vivieron un año en Bragado, donde mi vieja quedó embarazada y por algunos problemas en el cuarto mes de gestación, tuvieron que emprender la vuelta a Rosario. La gran diferencia con las otras mudanzas es que en esta también se había agregado el abuelo. Pocas cosas extrañábamos de la ciudad natal, entre ellas el Paraná, la pesca y sobre todo, el fútbol. Ya que, si bien Salta era una ciudad muy futbolera, con Gimnasia y Tiro, Juventud Antoniana y Central Norte, en “La Linda” no existía Rosario Central. 

    Para los Landoni había dos cosas irreemplazables e insustituibles: las reuniones con amigos y la misa de cada domingo en el “Gigante” de Arroyito. Por herencia familiar todos los integrantes de la familia eran enfermos del “Canalla” y el abuelo, el “Negro” Landoni, un viejo hincha de Central, un prócer en la familia, que no solamente vivió toda su vida ligado a la “Academia” rosarina, sino que fue partícipe voluntario y directo de aquel glorioso día en que la palomita del Aldo entró en la historia grande del fútbol. El abuelo era una enciclopedia viva de Rosario Central y si bien por su edad ya no concurría al “Gigante”, en la despedida, antes de viajar a Salta con la familia, se dio el gusto de ir a ver a su amado equipo. Las lágrimas en el rostro del “Negro” indicaban una despedida, despedida de la ciudad y también de lo que fue el amor de toda su vida, la divisa auriazul. 

    Instalados en la nueva casa, amplia, confortable, moderna y de gran gusto estético, llegó la primera cena que, inmediatamente, fue apropiada por un nostálgico silencio, de esos respetuosos, de esos irrompibles. Silencio con olor a recuerdo. Fue una noche dura, de sueño pendiente y oscuridad absoluta. El desayuno nos recibió con un pacto implícito, empezaba una nueva vida y desde ese momento comenzaríamos a disfrutarla. Javier, mi viejo, de impecable traje, se dirigiría a su nuevo trabajo; mi vieja se encargaría de las cosas faltantes en la casa, el abuelo del nuevo jardín y junto a mi hermana ingresaríamos, por primera vez, al colegio secundario estatal en nuestra nueva ciudad. Eran lógicos los nervios, nuevos profesores, nuevos compañeros, hasta nuevos tiempos. Todo era más lento y el acento más cerrado. Un largo camino entre miradas extrañas, una gota de transpiración surcaba mi frente, no demostraba temor, simplemente, para no preocupar más a mi hermana Jimena, dos años más chica, a quien acompañé hasta su aula, donde la preceptora la recibió con una sonrisa. Llegué a la mía y me presenté ante los nuevos compañeros, quienes como es normal, me recibieron con la desconfianza típica que se le tiene al novato. Era cuestión de actuar con naturalidad y dejar pasar el tiempo. Había tres pupitres libres, dos solos y uno compartido. Le pedí permiso para sentarme a su lado a un morocho grandote, estiré mi mano para saludarlo. Gesto que fue retribuido inmediatamente con el consiguiente: 

—Encantado, mi nombre es Leandro. 

—Un gusto, yo me llamo Aldo. Contesté agradecido. 

    Ese estrechamiento de manos fue un alivio. Las miradas habían sido preocupantes en un comienzo, pero un gran gesto de Leandro cambió la historia. El morocho, que tenía un vozarrón importante y un porte respetable, se puso de pie y dijo a viva voz: 

—Les presento a nuestro nuevo compañero, Aldo. 
Démosle un aplauso de bienvenida. 

    Y tras el sorpresivo aplauso, fueron acercándose chicos y chicas a saludarme ante la mirada de la preceptora y del profesor de Literatura, que acompañaban con una sonrisa complaciente. Cuando estuvo calmo, el profesor Camilo Rodríguez Milla solicitó que me presente. Me puse de pie y muy nervioso intenté hacerlo de corrido: 

—Soy Aldo Pedro Landoni, tengo diez y seis años, soy rosarino e hincha de Central.
 
    Lo que provocó una risotada general y el festejo con un gesto de mi compañero de banco, el tal Leandro. El profesor que hizo callar a todos, me dio la bienvenida, me hizo sentar y comenzó a tomar lista. 

—¿Albarracín?

—¡Presente! Se escuchó desde las primeras filas.
 
—¿Alberti? 

—¡Presente! 

—¿Barragán? 

—¡Presente! 

—¿Casale? 

—¡Presente! Levantando la mano mi compañero Leandro. 

    En voz baja le pregunto:
 
—¿Leandro Casale te llamás?
 
—Leandro Santos Casale, así me llamo

—¡Qué grande como una leyenda de Rosario!
 
—El “Viejo” Casale, un “Canalla” de ley.
 
—¿Conocés al “Viejo” Casale, Leandro? 

—Cómo no lo voy a conocer si era mi bisabuelo, yo soy el nieto del “Cabezón” Casale, el hijo de la leyenda.
 
    Me quedé estupefacto, un frío recorrió mi espalda y lo único que se me ocurrió, cuando una lágrima surcaba mi mejilla, fue preguntarle: 

—¿Puedo darte un abrazo “Canalla” de corazón? 

    Ante la reprimenda del profesor de literatura, nos levantamos y nos estrechamos en un interminable abrazo, que fue interrumpido por el grito cercano del profesor que no entendió las razones del mismo, ante la mirada atónita del curso entero. 

    No fue un día más en mi vida. Llegado el recreo, nos pusimos al día con la actualidad canalla y con la historia mil veces contada por el querido Roberto Fontanarrosa y aquella palomita recordada cada 19 de diciembre, que para la familia Casale tenía una doble razón de ser, era un día triste y a la vez de festejo, porque el “Viejo” Casale murió como todo “Canalla” quería morir, dejando el corazón en la tribuna festejando un campeonato contra la “Lepra”. 

    No fue un día más en mi vida, fue especial y salí del colegio tan contento que mis padres se asombraron. Mi actitud era la inversa a la de mi hermana, que no había pasado su mejor mañana estudiantil, pero que seguramente con la servicialidad de sus compañeros salteños, iría mejorando. Por la tarde, comenzamos a poner al día las carpetas de las diferentes materias y al terminar salimos a dar una vuelta con mis padres para conocer un poco la ciudad. En la cena, cada uno comentó sus experiencias del día. Mi hermanita preocupada contó lo difícil de su primer día de clase y cuando llegó mi turno comenté mi alegría por el buen recibimiento y la sorpresa por encontrar a Leandro Casale. 

—¿Sabés abuelo cómo se llama mi compañero de banco? 

—… (Silencio del abuelo y gesto de consentimiento) 

—Leandro Santos Casale… 

—¿Casale…? ¿Cómo el querido “Viejo” Casale? 

    El abuelo que dejó de comer y miró detenidamente a su nieto. 

—Es el bisnieto del “Viejo” Casale, abuelo. 

—¿El nieto del “Cabezón” Casale? 

—Sí, el mismo. 

—¡Qué bueno! ¿Y es “Canalla” como el “Viejo”? 

—Enfermo como nosotros. 

    La sonrisa del abuelo fue una mueca de lo importante de la situación. 

—Cómo pasan los años. 

    El “Cabezón” Casale era un pibe en aquella época y ahora recuerdo que el “Viejo” nos había contado que había venido a vivir a Salta; mirá como son las vueltas de la vida, ahora nos encontramos con que es abuelo. 

—¿Debe tener tu edad, no viejo? Preguntó Javier.

—Era un año más chico. Un año o dos, no más. ¿Vive el “Cabezón”? 

—Sí abuelo, me contó Leandro que sigue viviendo acá en Salta y que anda bien, siempre extrañando Rosario y por supuesto al “Gigante”. 

    El abuelo había convertido el silencio en una continuidad de anécdotas que incluían a todos los muchachos de la barra, incluido al “Cabezón” Casale. Jugosas historias de barrio, calle, cancha, mesa de bar, bailes y por sobre todo, algo que fue cambiando y hoy es casi una utopía: la lealtad de la amistad sin condiciones. En eso de la lealtad para el “Negro” Landoni, el “Cabezón” Casale, el “Dani”, el Pedro, el “Colorado”, el Miguelito era como una religión y si bien el “Cabezón” había abandonado la barra para afincarse en Salta, se habían reencontrado en el velorio del “Viejo” Casale, allá por Diciembre del ‘71, después que el Aldo metiera la palomita en el “Monumental” y que el “Viejo” quedara seco en la tribuna. 

—El “Viejo” fue la cábala para el triunfo y la verdad murió como todo futbolero quisiera morir, campeón, en la cancha y feliz… 

    Fue una sobremesa inolvidable, el abuelo se despachó contando toda la famosa anécdota del viaje de Rosario al “Monumental”, ese peregrinaje realizado en el colectivo de la línea 305, que había conseguido el “Rulo”, un fana amigo de Central. La contó con lujo de detalles, como jamás la había oído. Fue una situación cinematográfica, por la organización y la manera que fue perpetrado el engaño al padre del “Cabezón” Casale. 

—Ustedes tenían que haber visto la cara de felicidad de ese viejo canalla de corazón. Creo que murió contento, con la sonrisa encriptada en su rostro 

    Esa noche nos fuimos a dormir tarde, tanto mi viejo Javier, como yo, contentos de haber visto después de mucho tiempo al abuelo, al querido “Negro” Landoni, feliz de volver a vivir aquel recuerdo. Antes de meternos en nuestras habitaciones quedamos en tratar de propiciar un asado sorpresa para juntar nuevamente al “Cabezón” Casale y al abuelo. 

    Cada día la vida en Salta era más linda, más tranquila, mucho más sana. Los compañeros de escuela y los vecinos del barrio nos aceptaron como propios del lugar. La amistad con Leandro Casale siguió su curso y comenzaron los preparativos para juntar al “Negro” Landoni con el querido “Cabezón” Casale. Para ello, se juntaron a tomar un café en el centro de la ciudad Leandro, Aldo, Javier y el padre de Leandro, Don Aurelio José Santos Casale, sus dos primeros nombres en homenaje a un ídolo del “Cabezón” como Aurelio José Pascuttini y “Santos” el nombre que se había prometido llevar toda la familia. Cuatro canallas juntos, alejados de Boulevard Avellaneda y Avenida Génova. Cuatro corazones latiendo con las anécdotas centralistas. Cuatro fanáticos palpitando las frenéticas historias académicas. Hubo que poner fin a las anécdotas, para organizar un asado que, seguramente, se realizaría en lo de los Casale, que tenían un caserón con parque y quincho. 

    Arreglamos para el domingo al mediodía, no el siguiente sino el otro, porque se jugaría el clásico en el “Coloso”. Haríamos la sobremesa y con el café, veríamos la televisión juntos los Casale y los Landoni, con el “Negro” y el “Cabezón” como centros de la escena. Leandro y yo nos encargaríamos de los preparativos y los grandes de las compras. Pasaron los días y los nervios del clásico se trasladaron a Salta, pero sin la fiebre leprosa. La única hincha de Newell’s que conocía era Julieta, una hermosa pelirroja vecina de Leandro, de familia rosarina, pero intocable por su carácter rojinegro. 

    Llegó el sábado anterior al encuentro y todo estaba organizado. En mi casa, en momentos de servir la cena, le avisamos al abuelo que el domingo íbamos a un asado y pasó lo que nunca hubiésemos imaginado, nos dijo que él no iría porque no conocía a nadie. No sabíamos que hacer, mi viejo tratándolo de convencer, mi vieja enojada y él, en la negativa de concurrir al asado sorpresa. Se fue a dormir enojado, diciendo que él iba a ver el clásico en su casa, que no intentemos manejarle la vida y no sé qué otras tantas cosas más. 

    Nos quedamos con papá, mamá y mi hermana mirándonos sin saber qué hacer. Nos fuimos a dormir con esa sensación de haber fracasado en el intento de juntar a los viejos amigos. No pude pegar un ojo, hasta que tuve una idea casi imposible de rechazar. Me levanté y fui a la pieza de mis viejos a contársela. Consistía en cortar la luz de la casa, hacer un llamado por teléfono ficticio a la compañía de electricidad y que nos digan que el corte iba a ser por veinticuatro horas, como no podría ver el clásico, se iba a desesperar e iba a querer ir a la casa de los Casale. Los viejos estuvieron de acuerdo, así que pusimos manos a la obra. 

     A media mañana, con el abuelo tomando mate en el patio, mi viejo cortó la luz desde los fusibles de la calle y tomamos posiciones. El abuelo no se daba por aludido. Nos empezamos a preparar para ir a lo de Casale y el abuelo seguía en el patio. El tiempo pasaba y no había definiciones, hasta que me acerqué y le dije: 

—Nos vamos. 

—Bueno Aldo, que la pasen lindo. 

—Mirá que se cortó la luz. 

El efecto causó resultado en la cara del abuelo, que preguntó: 

—¿Llamaron a la compañía? 

—No sé, esperá que le pregunto. ¿Mamá, pregunta el abuelo si llamaron a la compañía? 

—Ahí está hablando papá, Aldo. Contesta mi vieja. 

—¿Escuchaste abuelo? 

—Sí, ahí voy… 

    Como pudiendo hacer algo para solucionar la situación eléctrica, el abuelo se acercó a mi papá preocupado. 

—¿Y qué dicen…? 

—Parece que es un transformador. Mintió mi viejo. 

El abuelo que aumenta su preocupación, se sienta en una silla callado y piensa. 

—¿Qué te pasa abuelo? Pregunta mi hermana. 

—Nada, estaba pensando dónde puedo ver el clásico, porque acá, por lo que parece, no vamos a tener luz hasta tarde. 

—Confirmado papá, es un trasformador que salió de servicio y lo tienen que reparar. 

    Mi papá había resultado un actorazo, lo único que había que hacer era mantener al abuelo dentro de casa, ya que en todo el barrio había luz y esperar su resolución. Ante su cara de preocupación y de una moderada tristeza, le dije: 

—¿Abuelo y por qué no venís al asado, mirá que nosotros vamos a ver el partido en un televisor grande? 

—¿Grande, de los nuevos? 

—Sí un plasma de cincuenta y ocho pulgadas. 

—¿Cómo un cine? 

—Claro, imaginate cómo se va a ver el triunfo “Canalla” en esa televisión. 

—¿Me pueden esperar que me cambio? 

    Las miradas de mi viejo, mi vieja, mi hermana y yo se entrecruzaron, con una sonrisa complaciente. 

—Dale viejo, mientras vamos cargando cosas en el auto. Dijo mi papá. 

—Tranquilo abuelo, que estamos con tiempo de sobra.

    Allí fue el abuelo a bañarse y cambiarse, mientras íntimamente todos festejábamos que haya salido bien. Quince minutos después el abuelo apareció en el garaje e intentaba ver por encima de la medianera si los vecinos tenían luz. 

—Vení viejo, vení adelante conmigo. Le dice mi viejo. 

    Y el abuelo, todo perfumado, se acomoda en la parte delantera del vehículo. Yo me encargo del portón, el auto que sale a la calle con el resto de la familia y baja a la acera. Allí comenzaría otra parte de la actuación de mi papá. Una vez todos en el auto, le dice a mi mamá. 

—¿Vos desenchufaste la heladera? No sea cosa que venga la luz y la queme. 

—No, la verdad que me olvidé. Dice mi mamá. 

—¿Quieren que vaya a desenchufarla? Pregunta mi abuelo 

—No, voy yo… 

    Acota mi viejo, que baja del auto y se dirige a la casa, volviendo a poner los fusibles del pilar de entrada, dando de nuevo la energía, percatándose que, en su interior, las luces hayan quedado apagadas. Ya en el auto, partimos rumbo a lo de los Casale. Eran más o menos quince cuadras la distancia que separaban los domicilios, distancia para que el abuelo investigue dónde íbamos. 

—¿A la casa de quién vamos? 

—De mi jefe del trabajo. Dijo rápidamente mi viejo. 

    Respuesta que conformó al abuelo, que realizó el corto viaje callado. Llegamos a la casa de los Casale, un hermoso chalet con un imponente jardín en la parte delantera. En la puerta estaba esperando Leandro, quien abrió el portón del garaje para que entremos directamente con el auto. Bajamos e ingresamos sin preámbulos, al jardín de atrás y al quincho, donde esperaban haciendo el asado Aurelio, el papá de Leandro, su mamá y su hermano. 

    Llegaron las presentaciones de las mujeres, de los hermanos y por último del abuelo. 

—Encantado, Landoni. 

—Un gusto, Aurelio. 

—¿Aurelio? 

—Aurelio José… 

—Vaya nombres, como un ídolo de mi juventud. Dijo mi abuelo. 

—¿Quién? Preguntó haciéndose el desentendido Casale. 

—Aurelio José Pascuttini. 

—No lo conozco ¿Qué era cantante? 

—¿Cómo cantante muchacho? Aurelio José Pascuttini es un ídolo en Rosario que integró el famoso campeón de 1971. 

    Al abuelo había pocas cosas que lo enojaban, una de ellas era no resaltar a los ídolos y el “Flaco” Pascuttini lo era. 

—Venga Don Landoni, coma algo de la picada que preparé. Le dijo Aurelio. 

    Las mujeres fueron al jardín y nosotros los más pibes fuimos a recorrer la casa, que era hermosa y enorme. Cada uno de los hermanos Casale tenía una habitación con vista al jardín. 

    El abuelo estaba preocupado por el televisor que estaba en el quincho, que no era como se lo habíamos pintado. Cuando volvimos con los chicos, me preguntó: 

—¿Aldito, esa es la televisión donde vamos a ver el partido? 

—No abuelo, ahora te la muestro. 

    Había llegado el momento, nos miramos con mi viejo y con Aurelio e hicimos un movimiento de cabeza afirmativo. Con Leandro teníamos la tarea de llevar al abuelo al living con la excusa de mostrarle el televisor. Mi viejo y Aurelio, separaron un poco la leña del fuego para que no se pase el asado y fueron hasta el interior de la casa para percatarse que el “Cabezón” Casale estuviese en el sillón mirando un partido de la Champions. 

     Cuando todo estaba en orden le dije a mi abuelo: 

—Vení abuelo, vení que te muestro el televisor grande. 

—¿Ahora? Pregunta mientras armaba un pancito con salamín y queso. 

—Sí, comé eso y vamos ahora que ya está el asado. 

    Refunfuñando como era normal en el abuelo, se levantó picoteando un quesito, tomó del brazo a su nieto y caminó por el jardín acompañado del otro lado por Leandro. Cuando entró a la cocina su vista se posó en el reloj que estaba en la pared, al lado de la alacena. 

—¿Y ese reloj? Preguntó el abuelo 

—¿Qué reloj? Contesté 

—Ese que tiene el escudo de Central… 

    Mientras lo señalaba con el dedo yo lo apuraba para ingresar al living, allí de frente un impresionante plasma con un partido de fútbol lo esperaba y delante del televisor, un confortable sillón donde estaban sentados mi viejo, Aurelio y en el centro el “Cabezón” Casale, el hijo de la leyenda. El abuelo, anonadado por las imágenes se sienta a su lado, entre el “Cabezón” y mi viejo, sin percatarse quien era. 

 —Buenos días. Saluda el “Cabezón”. 

—Perdón, buenos días. El abuelo que se pone de pie y estira la mano que el “Cabezón” estrecha fuerte. Las miradas se cruzaron, los recuerdos vagos parecían florecer.
 
—Un gusto, Casale… 

—Encantado Landoni. ¿Casale dijo…? 

    Creo que con el cruzamiento de apellidos. Creo que el entrecruzamiento de miradas. Creo que los latidos del corazón excitado, hicieron lo suyo. 

—¿El “Cabezón” Casale? 

 —El mismo 

—¿El hijo del “Viejo” Casale? 

—Exacto 

—Soy el “Negro” Landoni. ¿No te acordás de mí? 

—El “Dani”, el “Valija”, el Miguelito, el “Colorado” y el “Negro” Landoni. ¿Cómo me voy a olvidar de ustedes? 

El acto seguido fue un fuerte apretón, en un interminable abrazo “Canalla”. 

—¿Ustedes sabían esto? 

—Sí abuelo, Aurelio José se llama Aurelio José Santos Casale porque es “Canalla”, Leandro se llama Leandro Santos Casale, todos en honor al “Viejo” y su leyenda. 

—¿Todos canallas? 

—Hasta la médula, querido “Negro”. 

    Con esa contestación el “Cabezón” tomó del hombro al “Negro” Landoni y le dijo: 

—Vení que te voy a mostrar algo. 

    El abuelo quedó impactado, todos quedamos impactados. La casa tenía un escritorio, un estudio con una enorme biblioteca en una de sus paredes, la otra era un ventanal que daba al jardín. Luminoso, con una hermosa vista a una fuente. 

    Las lágrimas surcaron el rostro del “Negro”. La emoción se apoderó de todos nosotros. El grito comenzó despacio, tímido y fue subiendo como las palpitaciones de los corazones canallas de las familias. Lo comenzó el “Negro” Landoni 

—¡Central…Central…! 

Lo seguimos todos, al unísono, como hermanos de sangre. 

—¡Central…Central…! 

    Las otras dos paredes impactaban más que los libros y la naturaleza. Una con camisetas y fotos. La otra: una gigantografía de Aldo Pedro Poy gritando el famoso gol del 19 de diciembre de 1971, aquel que signó la vida del “Viejo” Casale, aquel que hizo aún más grande a Rosario Central… 

    Mi Central…

 
Eduardo J Quintana
Del Libro "Corazón Futbolero y otros cuentos"

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