Los Lunes, la escuela primaria, la maestra, el guardapolvo
blanco, los compañeros, el patio grande, José María Moreno, el pizarrón, las
tizas, los pupitres. La monotonía del primer día escolar de la semana era
clásica dentro de mi infancia estudiantil. El hecho de concurrir a una escuela
pública, en un barrio típico como Caballito, hacía que el nivel social de la
comunidad educativa sea de clase media, y este estamento y el fútbol se
llevaron de la mano siempre.
Pero era muy particular la relación con mi viejo, él desde
muy chiquito, cada Domingo, me llevó a la cancha a ver a mi querido Racing y
con esa costumbre natural, las anécdotas se acumulaban, dando lugar a las
preguntas de mis compañeros de escuela. Nunca supe porque teniendo compañeros
varones tan futboleros, iban tan poco a la cancha. El barrio de Caballito, en
aquella época era un lugar preponderantemente “cuervo”, seguramente por la
cercanía al Gasómetro; y teniendo en cuenta la poca inmigración y emigración barrial,
las generaciones mantenían las costumbres futboleras. Por eso, cada Domingo,
mis abuelos venían a mi casa tempranito con facturas de la Roma, jugábamos con
mi abuelo al ajedrez y al mediodía degustábamos las pastas de mi vieja. Después
de almorzar, llegaba mi tío, tomábamos un café con coñac “Tres Plumas” y
partíamos a la cancha. Era todo un ritual, un ritual hermoso e ineludible de
cada Domingo,
Justamente al Gasómetro, concurríamos una vez al año, mi
abuelo, mi tío, mi viejo y yo. Mientras viví en Av. La Plata y Directorio,
íbamos caminando, mezclados entre los cuervos y a la altura de Garay,
doblábamos rumbo a la tribuna visitante. El Gasómetro era pintoresco y tenía
las columnas de iluminación reticuladas dentro del rectángulo propiamente dicho
de la cancha y los cables cruzaban de lado a lado por el aire. Tenía pasillos
anchos y delante de la tribuna, pegada
al alambrado, había una plateíta a lo ancho de la cancha. La popular visitante
tenía una entrada que con una publicidad de Fernet Branca, ese era nuestro
lugar en el estadio. Allí colocábamos una bandera que cubría gran parte de la
publicidad. Eran épocas de ver tercera, reserva y primera, de lleno total, de
alternar ganar y perder.
Por esa lealtad al fútbol, cada Lunes cuando llegaba al Schettino,
el colegio primario, mis compañeros esperaban mis anécdotas y a nadie se le
ocurría preguntarme: ¿Fuiste?
Nadie lo preguntaba, porque sabían la respuesta y yo me
jactaba de esa situación. Porque cada vez que iba al Gasómetro a ver Racing,
mis compañeros veían mi bandera y sabían que yo estaba presente. Por eso aquel
Domingo, que con fiebre, tuve que quedarme en cama, por explícito pedido de mi
vieja, lloré viendo como el resto de los hombres partía a ver el clásico. Antes
se escuchaba por la radio, y si era un clásico, lo transmitía el Gordo Muñoz y
por allí lo escuché junto a mi vieja.
El Lunes cuando llegué a la escuela, todavía con las
secuelas de la fiebre dominical, los compañeros de siempre comenzaron la ronda
de preguntas y yo con mi mejor cara, armé un partido imaginario y comenté uno a
uno los pormenores del clásico. Nadie me refutaba nada, todo sabían que por mi
naturaleza futbolera había concurrido al Gasómetro. Hasta que llegó el momento
fatal. La maestra, cosa que yo no sabía, estaba casada con un fanático hincha
de San Lorenzo. Delante de todos mis compañeros, la señorita Talía me preguntó:
- - ¿Orlando,
fue a la cancha ayer?
- - Siempre
va a la cancha señorita. Contestó un compañero-
- - No
le pregunté a usted Otero, se lo estoy preguntando a Orlando.
Me puse muy colorado, muy nervioso.
- - ¿Me
escucha Orlando?
- - Si
señorita, la escucho
- - ¿Fue
a la cancha?
- - Sí
señorita, fui. ¿Por qué me lo pregunta?
- - ¿Está
seguro que fue?
Mis colores iban en aumento y creo que la fiebre había
empezado a subir otra vez.
- - Sí
señorita
- - Me
parece que está mintiendo Orlando y usted no fue a la cancha
- - ¿Y
usted cómo sabe eso señorita? Dije tartamudeando
- - Le
digo que usted no fue Orlando, porque no estaba la bandera en la entrada de la
tribuna visitante…
El silencio se apoderó del aula, un halo de desilusión se
apoderó de mis compañeros y una gran dosis de vergüenza se apropió de mi ser.
Yo, el gran seguidor, el fiel racinguista que seguía al equipo por todo el
país, había faltado a un clásico. De nada sirvió la excusa de la fiebre, porque
jamás la di a conocer; es más, era solamente un detalle ante la falta de la
bandera tapando el cartel de Fernet
Branca, con la cual hubiese dicho presente una vez más.
Un pequeño detalle que hizo que la mentira esta vez no tenga
ni patas.
Eduardo J. Quintana
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