Noche de
intenso calor, cama de dos plazas, ventilador de techo en tercera velocidad y
un sueño profundo. Sueño retrotraído a otras épocas, sueño en paz pero con
violencia interior; un calabozo, llantos, gritos desgarradores, música fuerte,
olor nauseabundo y soledad, esa palabra que se hizo vida en Eduardo, este
cincuentón longilíneo de larga barba y pelo cano. Viudo, desde el setenta y
pico, padre frustrado de un niño que se gestaba en el vientre de su mujer,
cuando este perdió su rastro; cuando engrosó la negra lista de personas
buscadas por los organismos de derechos humanos.
Desaparecidos
ambos del mundo de las utopías alocadas y de las otras, aquellas de la igualdad
y la libertad. Desaparecidos del mundo de las alegrías y de las tristezas.
Desaparecidos sin razón.
Y Eduardo
en la búsqueda incesante de una respuesta que jamás apareció, esa respuesta a
su ingrata pregunta: ¿Porqué ellos y no yo?.
Sueños
violentos dentro de la paz de la noche, pesadillas del tiempo a cada hora y por
sobre todas las cosas el sueño de no ser.
Noche de
verano, noche de impaciencia, malestar, odio y venganza.
Recuerdos
de oscuros lugares, de terribles palizas, submarinos y picanas.
Recuerdos
del Ángel; comandante del terror. Apodos e imágenes borrosas de un rostro
joven, de gesto angelical; impartiendo órdenes de ejecución, terminando con una
y hasta con dos vidas a la vez.
Eduardo,
el pobre Eduardo, ignoto en la multitud de corazones solitarios y destrozados,
pero único a la hora de recordar su vida y su tragedia.
Sólo por
pensar distinto, Solo por querer otro mundo.
El Ángel,
todopoderoso de antaño, dueño del destino que implicaba que el pobre Eduardo
viviera otra vida, en un mundo completamente distinto al que imaginaban en la
lucha codo a codo con su esposa Mabel.
El Ángel,
gestor de desgracias ajenas, internó a muchísimas personas en un complejo mundo
de soledad y apatía.
Corta
noche de Enero, sudor a flor de piel, nervios a instancias del pasado.
Las
sombras de la noche recorrían cada rincón de la memoria de Eduardo.
Vuelta y
otra vuelta, la almohada compañera implacable de los raptos de violencia, las
sábanas yacían como nubes de algodón entre tantas espinas y el tiempo que se
detiene con imágenes irreproducibles, aunque la noche siga su curso. Y el Ángel
siempre allí, con su mirada vengativa, dando y quitando vidas, emulando al gran
Dios.
El Ángel,
luchador de la tiranía y organizador del exterminio de culpables e inocentes.
El Ángel de la muerte; juzgado por la Justicia de turno, libre por obra y gracia
del poder dependiente, preso por decisión de un pueblo que no olvida.
Veinte
años después y la corta noche de verano que se hace interminable.
Interminable
como la agonía de la vida de cientos y cientos de personas que pensaban
distinto, tan solo eso.
Sábado de
sol profundo, desayuno solitario como cada mañana, día de descanso y noche de
amigos.
Eran
ellos; los amigos de toda la vida, los que paliaban tanta soledad quienes
invitaron ese sábado a Eduardo a tomar algo en un bar de Recoleta.
Ante la
insistencia de estos, aceptó el convite, se arregló para la ocasión y partió
rumbo al encuentro.
Noche
calurosa de verano, una mesa redonda y cuatro amigos a su alrededor festejando
quien sabe que, quizá su amistad, quizá el hecho de estar juntos.
Noche de
verano, ruido y música de alto volumen, en un rincón junto al amplio ventanal
un grupo de personas comparten otra ronda de amigos, como en otras tantas
mesas.
Noche de
charlas y tragos, de alegrías y anécdotas, noche como otras tantas de
acompañamiento del solitario Eduardo.
En un
momento, comenzaron los insultos, gente que abandonó sus propias mesas para
retirarse en señal de desagravio, gente que encaró hacia la mesa del ventanal
para insultar a uno de sus integrantes.
Cuando el
lugar quedó prácticamente vacío y casi sin poder comprender que había ocurrido,
el mozo que atendía la mesa se acercó y solicitó las disculpas del caso,
explicando que la gente había reconocido a un represor del pasado inmediato.
Todas las
miradas apuntaron a Eduardo, quien nervios de por medio, cambió los gestos de
su rostro.
Su mirada
se dirigió a la mesa del represor como presagiando algo malo.
Sus
amigos trataron de calmarlo y hasta intentaron retirarlo del lugar, encontrando
por supuesto su respuesta negativa, demostrando actuar mas tranquilo que sus
propios acompañantes.
Y llegó
el instante crucial, Eduardo se levantó de su silla para poder visualizar la
cara del presunto represor, que por la distancia era imposible de reconocer.
Dirigió
sus pasos hacia la mesa, en forma pausada pero decidida, sin acatar el pedido
de sus amigos.
La
tensión fue incrementándose a medida que disminuía la distancia entre Eduardo y
la mesa conflictuada.
Infructuosas
fueron las súplicas de sus amigos, quienes temían por la integridad y por sobre
todas las cosas por la actitud que tomaría Eduardo cuando se enfrente al
presunto represor.
Interminable
fue el espacio que los separaba, la oscuridad acompañaba la incógnita; tres,
dos, un metro y otra vez cara a cara.
El Ángel,
mirada penetrante y provocativa, cara angelical y un cerebro diabólico.
Frente a
frente Eduardo versus el asesino de su esposa y su hijo, frente a frente
Eduardo y el ladrón de su ilusión.
Un metro
de distancia, miradas furtivas casi sin pestañear, miradas con odio y sed de
venganza.
El
desenlace era esperado por los amigos de ambos, el Ángel se levantó de su silla
y con tono desafiante preguntó:
- ¿Qué
miras, te debo algo?
- Miro tu
cara angelical, miro tus ojos y veo mi pasado, y que me debés; me debés
solamente una esposa, un hijo y la felicidad de toda una vida.
Pero
quedate tranquilo que yo no te voy a insultar, solo me acerqué para decirte
algo que quiero que te grabes, esta va a ser la única vez que nos veremos
frente a frente, porque hay una cosa de la que estoy seguro, el día que muera
mi cuerpo y mi alma descansarán allá en el cielo con Mabel, el nene y los
ángeles de verdad; en cambio vos te vas a pudrir allá abajo. Seguro pibe, vos
vas a ser El Ángel pero del infierno.
Dio media
vuelta, abrazó a sus amigos y partió a disfrutar su primera noche de libertad.
Había
vengado su pasado, había aniquilado el terror de su mente.
Noche de
intenso calor, noche de verano, noche de libertad.
Eduardo J. Quintana
del libro
"Momentos de Utopía"
"Momentos de Utopía"
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