El viento leve golpeaba el
vidrio, que reflejaba la mirada fija del pasajero al horizonte.
Ese mismo horizonte
interminable e indescifrable traía recuerdos de inmensidad. Fue allá en 1982
cuando este hombre de veinte años, correntíno de nacimiento, llamado por sus
padres Ernesto; cumplió cuanto su conciencia patriótica solicitaba.
Fue allá un 2 de Abril cuando la alicaída
dictadura daba sus últimos manotazos para intentar reencontrarse con la
sociedad. Manotazos que llevaron a la guerra a miles de jóvenes, algunos por
obligación militar y otros por obligación moral.
Ese fue el caso de Ernesto; quien vivía y trabajaba en la ciudad de Goya, Provincia
de Corrientes, desde allí abandonó todo para defender a su patria. Su familia,
su novia, su empleo en el Correo, su futuro, todo absolutamente todo por
defender su bandera, su territorio, una porción de tierra en manos foráneas
desde un siglo atrás.
La mirada en
el horizonte, el pasar por la ventanilla árboles y postes de luz a gran
velocidad, con la misma velocidad que surcaban por su cabeza los recuerdos.
El viaje en avión hacia Puerto Argentino, la llegada a la
inmensidad de las Islas Malvinas desoladas y frías. Como si fuera otro país,
como si el clima y la fisonomía dieran la razón a los invasores en que el
territorio, su colonia no nos pertenecía.
Soldados y mas soldados, tantos como para
imaginar una gran batalla en defensa de quien sabe que. Defender a la patria,
sí, defender a sus gobernantes, no.
El transporte
se detuvo igual que el raudo pasar de los árboles, pero la vista seguía fija en
el mismo horizonte, el micro cargó otra persona, prosiguió el viaje y otra vez
los postes a gran velocidad y los recuerdos.
La espera, frío, viento y lluvia. La trinchera
un lugar común por mas de un mes, su compañero, un chaqueño espectacular.
Jarros de café, chocolates y cigarros, que llegaban a las islas donados por un
pueblo que entregó todo por sus héroes.
La espera, tensa espera y las noticias
sensacionalistas y fantasiosamente exitistas con barcos hundidos, aviones
derribados y muy poco tiempo para encontrarse cara a cara.
En un momento
dado, el sol desapareció y se tornó nublado ese mismo horizonte que Ernesto
miraba fijo, el viento era mas intenso y ya los árboles, no solo pasaban a gran
velocidad por su vista, sino que sus copas se bamboleaban en un simbólico
baile. El viaje se hacía interminable.
La espera había finalizado, ya estaban los invasores en
las playas. La superioridad arengó a la tropa como si se aproximara un combate
con guerrilleros centroamericanos, pero lamentablemente enfrente tendrían
soldados británicos apoyados por todo el primer mundo y la diferencia se hizo
visible ya que en pocos días aplastaron a la defensa y con ello demostraban la
falta de profesionalismo de las tropas que integraba Ernesto. Allí estaba el
Papa pidiendo por la paz y suplicando por el fin de tan desiguales
hostilidades.
El camino se
hizo sinuoso y la lluvia se apropió de horizonte, ya la visibilidad no era
igual y las gotas surcaban el vidrio de arriba hacia abajo. No faltaba mucho
para llegar a destino.
El previsible final se acercaba, ya no estaba
su compañero de trinchera, muerto por una esquirla, producto de la incesante
artillería británica. La soledad era cada vez mayor, tan grande como pequeña
era la posibilidad de quedar con vida. Llegó el final, el final de la guerra y
la caída de la dictadura en Argentina.
Las banderas blancas sirvieron no solo para rendirse a
los pies británicos, sino también para festejar la retirada militar del poder.
Una señal y
una voz explica que falta poco para la terminal, un viaje cómodo aunque poco
querido, un final pedido en toda una vida dedicada al prójimo.
Prisioneros de guerra, en primera instancia;
veterano de guerra como título definitivo y de por vida. Título con el cual
Ernesto jamás pudo conseguir empleo, con el que fue discriminado, título por el
que perdió su carácter y su identidad.
Veterano de guerra, denominación que le
permitió recibir una medalla y un diploma.
La misma medalla que colgó en su chaqueta, como
forma de autovaloración, como síntoma de tarea cumplida.
Se divisa en
el horizonte por el parabrisas el fin del recorrido. Cada uno procedía a
prepararse para el descenso final.
Quince años después en su ciudad natal, sin
trabajo, sin familia, sin ganas de vivir recibió una bala mortal de sus peores
enemigos: la indiferencia de la gente y su interminable soledad. Su revolver
hizo cuanto no pudo hacer el enemigo, quince años atrás.
Y el viaje
terminó, al bajar un personaje de barba les dio la bienvenida al cielo, su
nuevo lugar.
Eduardo J. Quintana
del libro
"Momentos de Utopía"
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