Fue una infancia
signada por la tragedia ya que el destino había marcado que cuando llegamos con
mi hermano mayor a la Argentina huyendo de las esquirlas dejadas por la guerra
civil española, nos encontraríamos en la soledad absoluta. Fue hace muchísimo
tiempo cuando en una noche de frío, anclamos en el Puerto de Buenos Aires
provenientes de la madre patria, solos, mi hermano José que tenía dieciocho
años y yo con solamente cinco de edad. Allá habían quedado nuestros padres y
tres hermanas. Allá habían quedado días de hambre y miedo.
Nuestro arribo no fue
la mejor, la tía que nos debía cuidar había enfermado muy gravemente y no podía
hacerse cargo. Mi hermano ya era grande y por intermedio de un vecino de la tía
Victoria, consiguió trabajo en la zafra de azúcar en la provincia de Tucumán,
no lo vi nunca más y juro que lo extrañé horrores. Yo viví quince días con una
vecina, hasta que mi tía falleció. Volver a España era imposible, así que no
quedó otra alternativa que la autorización escrita de mi hermano, para que me
internen pupilo en el Patronato de la Infancia que tenía la sede en San Telmo.
Fueron largos años de aprendizaje, de nuevos amigos y lo que a la postre sería
una nueva familia. Entre mis compañeros se encontraba el Tavo, el Fino y
Pocholo con quienes armamos una linda amistad. Demás está decir que, aunque
haya nacido en Andalucía, me apodaron el Gallego desde el primer día. El Tavo
era entrerriano, de Urdinarrain, un pueblo cercano a Gualeguaychú. El Fino era
cordobés, de Villa María y el Pocholo de Capital Federal. Armamos un lindo
grupo, nos hicimos amigos y esa amistad duró muchos años. Cada uno tenía una
historia fuera del “Padelai”; familia, amigos, raíces y hasta un club de
fútbol. Pocholo era de Boca, el Fino de Alumni, el Tavo de River y yo del
Sevilla. No tenía equipo en Argentina y poco sabía del rojiblanco, pero la
pasión por el fútbol jamás la perdí, pese a la distancia y al desarraigo.
Cuando cumplimos los
dieciocho años junto al Tavo salimos a la vida civil exterior y sin familia en
Capital, nos dirigimos rumbo a Urdinarrain, en Entre Ríos. Allí nos esperaba un
asado espectacular preparado por Don Jorge, el padre del Tavo. Una semana en
familia y partimos rumbo a Paraná donde nos esperaba un buen trabajo en una
fábrica de muebles y una nueva vida, asentados laboralmente, viviendo en una
casita en las afueras de la ciudad. La primera actividad que realizamos juntos,
fuera de lo laboral, fue concurrir a un partido del Regional entre Club
Atlético Patronato de la Juventud Católica de Paraná y el Club Gimnasia y
Esgrima de Concepción del Uruguay, un clásico. Conocimos el “Prebístero
Bartolomé Grella” repleto de hinchas del “Negro Santo” y nos enamoramos
mutuamente del rojinegro.
Ambos éramos católicos
creyentes, por lo tanto, el club nos aceptó como propios y a partir de su
ingreso como socios comenzó una comunión de fe con la institución, convivencia
que duraría hasta que la muerte nos separe. El Tavo ya partió, yo cumplí
setenta y siete años y todavía me mantengo bien, pero me asisten los achaques
típicos de la edad. Pasé toda una vida al lado de Patronato y muchos clásicos
como con Gimnasia y Esgrima de Concepción, contra el Sportivo Urquiza o bien en
la ciudad, contra el Decano, el Club Atlético Paraná. Conocí grandes ídolos
como Jorge Comas, Américo Pessoa, Carucha Müller, Mario Belloni y tantos otros,
que disfruté con la rojinegra. Recuerdo como si fuera hoy la vuelta olímpica en
el ’78, cuando logramos la clasificación al Torneo Nacional. Fue la primera vez
que volví a Buenos Aires, obviamente, fui a aquel inolvidable partido en la
Bombonera.
A veces se me complica
y debo programar la misa para otra hora. Algo que no les conté, tomé los
hábitos hace treinta años y desde hace veintidós, trabajo en una capilla de un
pueblito cercano a Paraná, donde necesitan la palabra de Dios. Concurren
muchísimos fieles, a quienes me encargo de convencer entre muestras de fe y
bendiciones sobre las bondades del cristianismo y también sobre la pasión por
el Negro de Paraná. La camiseta a bastones va debajo de la sotana, que
casualmente tiene un largo cinto rojo y con esa vestimenta doy misa, siempre y
cuando no juegue Patronato. Suerte que al sacerdote que me acompaña no le gusta
el fútbol y me reemplaza en cada partido, en cada viaje. Ahora estoy ansioso
porque la próxima semana después de setenta y dos años sin verlo viajo a
Tucumán, ya que mi hermano José cumple noventa años y voy de sorpresa.
Obviamente le llevo de regalo la camiseta de Diego Jara, autografiada por el
goleador.
Mi vida pasó de la
tragedia a la felicidad, de la soledad a la multitudinaria pasión por la
iglesia y el fútbol.
Pasó del exilio a Dios.
A Dios y Patronato…
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