Un homenaje a mi generación
Transcurrieron las horas, los días, los años.
Transcurrió gran parte de la vida deambulando sueños,
imaginando frases, recordando.
La herida de un puñal clavado en su corazón desde aquella
trágica locura de Malvinas. Patriotismo a flor de piel y la sed de venganza que
fue aplacándose con el transcurso del tiempo, para dar paso a la razón, a la
sensatez del pensamiento.
Aquella tarde de mayo de 1982, a tanta distancia, con el frío
insular dentro de las venas y la visión casi traumática de ver cerca la muerte.
Román era así, un pibe tierno y apasionado. Un tipo lleno de
vida.
Pero, por sobre todo, era un pibe. Un típico alumno de esa
secundaria que recién había terminado. Un hombre hecho a golpes y en un tiempo
menor al que necesitan los jóvenes para desarrollar ciertos cambios. Un hombre
con el llanto y el miedo a flor de piel.
Un tipo que un día sábado estaba viendo feliz, junto a sus
amigos, a su querido “Gallo” de Morón y a la semana estaba inmerso en el
delirio maniático de un borracho de capa y espada.
Lejos, tan lejos de su barrio, de sus padres, de sus amigos,
de su fútbol y muy cerca de una vida irreal, provocadora y estéril.
Del calor de su barra de amigos, al frío de las balas que
hacían estragos en la humanidad del moralmente diezmado ejército infantil.
Del abrazo fraternal con su padre, a la huida casi cobarde
dejando un tendal de compañeros muertos a la vera de un sendero de escarchas,
que se clavaban en la humanidad virtual de Román. El cañoneo incesante, la vida
misma que acaba de asestarle un duro revés, al ver a su compañero de carpa y
trinchera, agonizar frente al filo de la bayoneta imperial.
La terrible rendición, la humillación de ver arriar su
bandera, nuestra bandera, de su propia tierra. El despegue a una vida donde la
derrota más crítica, más desleal, la produjo la propia sociedad.
Por eso, quizá, su sed de venganza, su intento de devolverle
al presunto enemigo algo de su propio veneno, sintiendo como propio cualquier
golpe asestado en la mejilla de un inglés.
El paso del tiempo, la vida misma. La reconstrucción de sus
sentimientos, trajo un sin fin de ocasiones para disfrutar la vida de otra
forma.
Conocer a Vanesa, enamorarse de su belleza, de su sentido del
humor y su visión de la vida, apaciguó íntimamente el dolor. El pensar siempre
en las mismas escenas, el escuchar el ruido tenaz del repiqueteo de las balas a
su alrededor, el despertarse en las noches llorando, agitado, con una bayoneta
clavada en el pecho.
Vanesa fue y es eso en su vida, la visión de un campo sin
muertos y lleno de margaritas en flor. El abrazo, el beso apasionado sin huir
en la adversidad. Vanesa es eso y más.
Vanesa es Deportivo Morón. Es el amor y la vivencia de volver
a sentir que el gol es algo sublime. Es la muchedumbre en una tribuna feliz de
tener un sentimiento común, el de amar y sentir que ese amor tiene el
contrapunto de la devolución.
Por eso Vanesa es única. Porque la conoció allá en el difícil
1984, en la cancha de El Porvenir, cuando los corría la policía.
Imágenes repetidas, esta vez con balas de goma. La cara de
esa morocha asustada que huía sin camino cierto. Esa camiseta blanca y roja
inmersa en un cuerpo majestuoso y el aterrador miedo que la depositó en sus
brazos para siempre.
Fueron amigos muchos meses. Novios y amantes. Hasta que un
día decidieron unir su futuro, fue en el año ‘86, cuando se jugaba el Mundial
de México.
Ella había llegado a su vida en un momento justo, como si
fuese alguien enviado por el superior para poder contenerlo y llenarlo de amor.
El recuerdo de Malvinas seguirá latente por siempre, pese a
Vanesa y a sus hijos.
Nunca podrá borrar de su mente los episodios vividos, las
muertes, las horas dentro de la trinchera húmeda, fría y nauseabunda. Jamás
quitará de sus retinas la cara del “Correntino”, mirándolo desconsolado con la
herida sangrante en su pecho. Fue como una película de terror que uno nunca
olvida. Los resabios de venganza quedaron atrás y no hubo motivo alguno para
calmar dicha sed. Y cuando digo que no hubo motivos, lo expreso en tiempo
pasado.
Así como Vanesa llegó de la nada, casi sin quererlo, a la
vida de Román para llenar ese espacio de soledad que dormía en su corazón, hubo
otro hecho que cambió su vida.
Justamente ese hecho ocurrió sentado junto a ella, en el
sillón de su casa.
Fue un 22 de junio de 1986 y si bien se recordará como un día
histórico en la vida de los argentinos, fue un día particularmente emocionante
para Román. La noche anterior por razones que el médico no pudo determinar, una
intensa fatiga pulmonar se apoderó del ex combatiente, a quien increíblemente
le dictaminaron un día de descanso laboral. Justo ese día. Justo el 22.
La mañana pasó con sueño profundo, pesadillas de un pasado
que no ansiaba volver.
Vivía un sueño en presente. En la pantalla los jugadores se
preparaban para la batalla futbolística. Por un lado, la selección de
Inglaterra, Lineker y compañía enarbolando la insignia colonial. Por el otro,
entonando el himno como grito de venganza y esperanza, el Diego y sus
muchachos.
La respiración se agitó aún más al ver la imagen del “más
grande” entonando la canción patria. Allí apareció la cara del “Correntino”
pidiendo piedad. Las filosas bayonetas y los trajes súper modernos contra el
frío y la noche.
Ver la bandera, allá en lo alto, flameando libre y sin
prejuicios de tercer mundo. Sentir en sus oídos el incesante cañoneo y la mano
del teniente que ordenaba retirada, como la mano que se elevaba allá en lo
alto, donde solo Dios llega y la pelota que entra mansamente para abrazarse a
la red. No era venganza, era demostrarles que Argentina existía y no era un
cuento de perdedores.
Por eso, los ojos del general invasor que penetraban en el
corazón de Román pidiendo rendición ante los pies del león ingles. Ahí, justo
ahí, por televisión y ante todo el mundo, un halo de luz blanca ingresó al “Estadio
Azteca” e iluminó al “diez”. La pelota, como una imaginaria paloma de la paz,
proyectó la sensación de ser la elegida y comenzó a rodar atada a su pie
izquierdo. Las patadas, como machetes filosos abriendo camino en los pastizales
insulares, pasaban cerca pero no lastimaban y el mundo se empezó a abrir, como
si se rindiera ante tanta majestuosidad. Ahí, justo ahí, por televisión y ante
todo el mundo, caían ingleses como muñecos de nieve derretidos por el sol. Ahí,
justo ahí, enfrentó al arquero, se abrió hacia la derecha y la tocó suave en
forma sutil. Tan suave, como se escuchaba rugir al león herido de muerte, tan
sutil como la estrella fugaz que pasa sin estridencia, por el cielo oscuro e
inmenso. El corazón de los críticos se detuvo, la sensación de piedad inglesa
hacía mella ante los ojos del “Correntino” que empujaban la pelota. La bandera
otra vez arrugada, como aquella tarde de Rattín en “Wembley” y el grito de
millones de americanos sedientos de aplastar en un estadio de fútbol, aunque sea,
algo de la tiranía de los poderosos. El grito de gol hasta la extenuación y un
pequeño vestigio de venganza que le dio el fútbol y no le dieron los políticos
de turno. Por el “Correntino” y otros cientos de pibes. Por la sociedad que lo
hizo a un lado. Porque el fútbol es pasión y la pasión embriaga las ideas.
Por la magnificencia del gol. Por el llanto de Román y su
abrazo con Vanesa. Por ello, por su abrazo con Vanesa...
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