(o un acto imaginario)
El
incesante ir y venir de los automóviles, en la anchísima avenida de cuatro
carriles, hacía imposible la charla entre Carlos Alberto y dos empresarios de
la carne.
El
sol en pleno auge, denotaba que no eran más de las dos de la tarde y el
tránsito de gente en ambos sentidos, hacía suponer que el horario del almuerzo
había culminado.
Carlos
Alberto Sánchez, era un joven y talentoso estudiante de Sociología, a punto de
recibirse. Con magníficas notas y a la corta edad de veinticinco años.
Hijo
de un empresario, dueño de un frigorífico dedicado a la comercialización de
carnes faenadas.
Su
buen pasar y sus importantes contactos en la elite empresarial, lo habían
llevado a catapultarse a la Defensoría del Pueblo, un cargo que se entrega
solamente a personas honoríficas en el campo de la política.
De
intachable militancia, Carlos Alberto Sánchez, era un político de carrera.
Con
una representatividad importante dentro de uno de los principales partidos
tradicionales del país.
Sánchez,
había escalado peldaño a peldaño esa larga carrera política, que lo depositaría
primero en la presidencia de su estamento barrial y luego en la Defensoría del
Pueblo.
La
“fama” no cambió su actitud de vida, siempre atento a los conflictos sociales,
como a las disputas por espacios de poder dentro del partido.
La
televisión, la radio y la aparición en medios gráficos, no eran bienvenidas,
pues prefería el anonimato pleno en todas sus acciones, por considerar que su
difusión sería pura demagogia.
En
momentos en que la corrupción se afincó en la política nacional y el
desprestigio se adueñó de la clase política, Sánchez gozaba de la noble
impunidad que le endosaba su propia forma de ser, derecha y reservada.
Un
tipo de pocas palabras, con una moral bien alta y principios éticos casi
sobrehumanos.
Este
devenir de la política, lo puso en la mira de los medios que el mismo combatió,
debiendo cuidar paso a paso su camino.
Carlos
Alberto Sánchez, reunido con dos empresarios, en una charla cordial. Dos
personas recomendadas por su propio padre y una propuesta clara y concisa:
-
Carlos, usted que es una persona
respetable dentro del ambiente de la política, debe tener buenos contactos en
las entidades de control sanitario de animales.
-
¿Porque lo pregunta, doctor?.
-
Porque queríamos proponerle un
negocito. Agregó el otro hombre.
-
¿Un negocio?. Bueno, cuenten cual
es el negocio. Dijo Carlos.
-
Bueno....... El negocio
consistiría en conseguir certificados sanitarios apócrifos.
-
¿Cómo, ustedes me están proponiendo
que cometa un delito?
-
No Carlos Alberto, no sea ingenuo,
nosotros estamos proponiendo un negocio de los tantos que hay en la política.
¡Usted tómelo o déjelo!.
-
Señores ustedes están hablando con
el Defensor del Pueblo, no con un comerciante corrupto.
-
No me entendió, señor Sánchez.
-
¡Sí que entendí!. Ustedes me están
corrompiendo. Aseguró Sánchez.
-
Sigue equivocado Carlos Alberto,
nosotros le proponemos un negocio, donde usted ganaría unos cincuenta mil
dólares limpios.
-
¿Cincuenta mil dólares?. Preguntó
el casi sociólogo.
-
Sí, cincuenta mil dólares, contra
entrega de los certificados que digan que nuestro ganado está libre de aftosa.
-
¡Perooo..!. Dudaba Carlos Alberto.
-
No espere, usted no se corrompe,
porque nosotros podemos donar ese dinero al hospital o la escuela de su barrio,
por supuesto a su nombre.
-
O sea, vamos por paso, yo consigo
certificados de libre aftosa y ustedes donan a mi nombre cincuenta mil dólares,
indistintamente al hospital o a la escuela que yo decida, de mi barrio.
-
Así es Carlos Alberto, así de
fácil.
Sánchez,
se tomó un tiempo de pensamiento, pidiendo disculpas para ir al baño de la
confitería, en realidad los nervios se habían apoderado del joven político y la
ida al baño, no era ni más ni menos que una excusa para distenderse un poco.
Mientras
tanto en la mesa, las dudas se apoderaron de ambos empresarios. Pero para
ellos, las dudas eran positivas, sus mentes no concebían el rechazo a semejante
cifra.
Al
volver, Sánchez se sentó en su lugar junto a la mesa; mientras los empresarios
distendidos realizaban guiñadas de ojos y sonrisas socarronas.
En
ese mismo instante, Carlos Alberto Sánchez, el honesto, el limpio, el de la
ética intachable, se levantó de su silla, los miró a ambos, sonrió, les dio la
mano y les expresó:
-
¡Métanse la plata en el culo,
corruptos!
Y
partió con la muchedumbre, que en definitiva era su pueblo.
Eduardo J. Quintana
(obra inédita)
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